Nuestro principal monumento era una auténtica ruina que se iba desmoronando piedra a piedra sobre la ladera del cerro. Sin puertas, sin gobierno, sin una conciencia común que reconociera la importancia de sus muros, llegó a convertirse en un refugio de vagabundos y en un retrete colectivo donde iba la gente del barrio a hacer sus necesidades.
Mientras la Alcazaba se descomponía, no faltaban las voces que reclamaban justicia para el monumento y las propuestas para evitar su destrucción. Una de ellas, en el invierno de 1927, intentó darle protagonismo a la atalaya organizando allí la fiesta del árbol. El objetivo de aquel acto era aprovechar la oportunidad para convertir sus yermas cuestas en un hermoso parque que atrajera la mirada de la ciudad.
La decadencia de la Alcazaba alcanzó su grado más alto en las últimas décadas del siglo diecinueve cuando se sucedieron varios derrumbes. En la madrugada del 17 de marzo de 1890, quien sabe si por culpa del viento, de la lluvia o del abandono, se desprendió un enorme trozo de muro del torreón del lado izquierdo de la puerta de La Alcazaba, produciendo el derrumbamiento del techo de la alcoba de la casita que se había construido pegada a la base de la torre. El desplome ocasionó la muerte del dueño de la vivienda, Damián Vifal, de sesenta años, y dejó malherida a su mujer, Juana Martínez Leal, de sesenta y cinco años de edad, que fue trasladada por los mismos vecinos al Hospital.
Al día siguiente, el arquitecto municipal, Trinidad Cuartara, visitó la zona y remitió un informe al ayuntamiento en el que ponía al descubierto el penoso estado de La Alcazaba: “Las murallas se encuentran en un estado muy avanzado de ruina, sin que se cuide como son necesarios esta clase de monumentos del Estado”, escribió. En el informe invitaba a las autoridades a tomar las medidas necesarias para que se fueran practicando cuanto antes las demoliciones indispensables para evitar nuevos accidentes que pudieran afectar a las barriadas de la población construidas en la proximidad y por debajo de las murallas de la fortaleza.
En aquellos años, La Alcazaba tenía el aspecto de un gigante de piedra vencido por la edad. Las puertas no tenían ya sentido por el desmoronamiento de los muros y nadie velaba por su mantenimiento. Las cuevas de la ladera estaban habitadas y en sus inmediaciones, pegadas a las mismas murallas, se habían levantado casas que eran ocupadas por familias que habían huido de las cavernas.
La llegada indiscriminada de este tipo de población había formado un arrabal a los pies del monumento y sus muros servían de refugio a vagabundos y maleantes y se habían transformado en improvisadas letrinas donde la gente del barrio subía a hacer sus necesidades. Al anochecer, aquellos páramos a los pies del cerro se iban llenando de hogueras; las sombras de aquellas gentes, que la luz del fuego proyectaba sobre las centenarias piedras, acentuaban el aspecto siniestro de las murallas. Una semana después des desplome, el comandante de Ingenieros militares de la zona, máximo responsable de La Alcazaba, autorizó que se realizaran las demoliciones que el arquitecto municipal consideraba más urgentes. El día uno de abril de 1890 se derribó el torreón que existía a la entrada del castillo, quedando sólo en pie las bases de los cuatro muros. Las piedras y ladrillos que sobraron después de la demolición, se depositaron de forma indiscriminada sobre fosos y galerías. “En Almería preocupan tan poco los edificios históricos que no sólo se dejan abandonados hasta que de puro viejos y carcomidos hay que derruirlos, sino que también se contribuye a su destrucción”, contaba el periódico al día siguiente.
El trabajo del arquitecto municipal en aquellos días fue intenso. El temporal dejó malheridas las murallas y también puso en peligro la integridad de las viviendas de las calles más antiguas del barrio y de las pandillas de niños que a diario atravesaban sus muros para organizar sus juegos.
Desde antiguo, generaciones de niños vinieron utilizando La Alcazaba para jugar a moros y cristianos, ya que el acceso al primer recinto era libre y podían entrar y salir de allí como si estuvieran en cualquier plaza pública. El segundo y el tercer recinto se destinaron, desde la primera década del siglo veinte, a una estación radiotelegráfica bajo el mando del cuerpo de ingenieros militares. Allí tenían sus viviendas los soldados y disfrutaban de las instalaciones como si fuera el patio de su casa. En octubre de 1907 comenzaron los trabajos para montar la estación telegráfica sin hilos que pusiera en comunicación Almería con la plaza de Melilla. Los trabajos se terminaron en diciembre de ese mismo año, aunque la estación tardó varios meses en ponerse en funcionamiento al no estar terminada aún la de Melilla.
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