Una sensación de tristeza recorre la acera de la calle de Granada donde aún se pueden contemplar los viejos carteles de los negocios que fueron la vida de la avenida en otra época y que ahora llevan varios años cerrados. La casa donde estuvo el bar ‘La Oficina’, la tienda de las bicicletas y de las máquinas de coser y el muy antiguo taller de la familia Marín, que se mantiene intacto a pesar de llevar una década cerrado.
Los letreros se empeñan en anunciar negocios que ya no existen nada más que en el recuerdo. Qué solitaria está la esquina de la calle Amalia, sin el ruido constante que generaba el trabajo del taller de radiadores. Lo mismo podías pasar a las tres de la tarde que a las nueve de la noche, que allí estaba, al pie del cañón, Eduardo Marín, vestido con su mono azul, dejándose la vista y la salud entre el óxido del hierro.
El taller era un museo. Allí guardaba los antiguos libros de registro y de contabilidad de su abuelo, Francisco Marín García, que había heredado el oficio de su padre para convertirlo en una de las fundiciones de referencia de la ciudad. En los últimos años del siglo XIX, el negocio se anunciaba como taller de fundición y hojalatería y estaba ubicado en el número 22 de la calle de Granada. Tenía un gran surtido en candiles de hierro para aceite y petróelo y de todos los objetos que eran necesarios para el trabajo en las minas. Construía buzones para balsas, bombas de riego, saltadores para las fuentes, todo tipo de poleas y pulverizadores metálicos de los que los agricultores utilizaban para sulfatar los parrales.
Era una empresa próspera, como queda demostrado en el libro de contabilidad, donde aparecen encargos desde todos los pueblos de la provincia. En aquellos tiempos el taller ocupaba una amplia nave que iba desde la calle de Granada hasta la de Murcia y llegó a tener en la nónima a más de veinte empleados. Fueron también tiempos de grandes cambios en la empresa, poco a poco la actividad minera fue perdiendo fuerza, pero surgieron nuevos caminos para hacer negocio, que don Francisco Marín, el abuelo, supo aprovechar.
En los años veinte, cuando empezaron a ponerse de moda los coches y la utilización de camiones y de tractores, se especializó en la reparación de radiadores. Entonces las piezas de un vehículo tenían que durar toda la vida y cuando surgía una avería no había otro remedio que llevarla al mecánico.
El oficio siguió siendo una herencia familiar y a Francisco Marín García le sucedieron sus hijos José y Paco, y desde el año 1958, su nieto, Eduardo Marín Ruano, la cuarta generación. De sus inicios, Eduardo siempre recordaba que aunque el taller estuvo siempre presente en su vida desde antes de aprender a andar, no se incoporó de forma definitiva hasta que cumplió los catorce años de edad, como aprendiz junto a su padre y su tío.
Era una época de intenso trabajo. Abrían a las ocho de la mañana y a veces no cerraban ni para el almuerzo. Había días que con las manos llenas de óxido y sin apenas tiempo de pasar por el grifo, se sacaban diez minutos de la chistera para comer. No tenían hora de cierre. La jornada terminaba cuando ya no quedaba en el taller ningún cliente esperando. Nunca tenían vacaciones, ni en los días señalados de la feria, cuando media ciudad cerraba sus puertas.
Eduardo Marín recordaba como anécdota que algunos días, cuando tenían tiempo para irse a comer, se marchaban dejando la puerta del taller abierta y que cuando regresaban el local estaba intacto, nadie se había atrevido a tocar ni una tuerca. Allí fue trasnscurriendo su vida, entre las cuatro paredes sombrías de aquel estrecho local presidido por un botijo de agua que llegó a convertirse en un monumento.
Durante años, Eduardo Marín estuvo compartiendo la empresa familiar con su hermano José, hasta que la muerte de éste lo obligó a seguir en solitario. Todo el que pasaba por la esquina del taller, se detenía un momento para contemplar la imagen del fundidor manteniendo una dura batalla con los radiadores hasta que los dejaba como si fueran nuevos.
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