Cuando la gente bajaba a la feria

Teníamos la feria tan cerca que no había que ir, pasábamos por ella varias veces al día

Una pareja de recién casados paseando por la feria cuando estaba en la explanada del puerto. Año 1987.
Una pareja de recién casados paseando por la feria cuando estaba en la explanada del puerto. Año 1987.
Eduardo de Vicente
23:46 • 24 ago. 2020 / actualizado a las 07:00 • 25 ago. 2020

Bajábamos a la feria como el que baja al estanco a comprar tabaco. Bajábamos porque nada quedaba más al sur que la feria, que fundía sus ruidos y sus luces con las aguas del puerto. No había que ir a la feria porque tarde o temprano acabábamos pasando por ella



Los niños que vivíamos cerca del centro de la ciudad íbamos varias veces al día: por la mañana a ver como le echaban la comida a los animales del circo y a espiar a las artistas mientras se lavaban al aire libre ligeras de ropa. Recuerdo una vez, en una de aquellas incursiones  clandestinas, que detrás de la carpa del Teatro Chino descubrimos a dos vedettes duchándose con una manguera. Aquello sí  que fue el espectáculo más grande del mundo. Nos quedamos con las bocas abiertas, con los corazones dando saltos en el pecho y con tal cara de pasmados que una de ellas, la que parecía mayor, se dirigió a nosotros con descaro diciéndonos: “Que pasa. ¿Es que no habéis visto nunca una mujer desnuda?”. Pues no. No habíamos visto nunca la desnudez de un cuerpo femenino más allá de las manoseadas revistas que todos manejábamos en las tinieblas del cuarto oscuro. 






Nunca habíamos tenido tan cerca dos cuerpos de verdad, dos mujeres auténticas con todos los misterios de sus curvas y del vello púbico invitándonos a la fiesta. Qué bien sonaba aquella frase de “¿no habéis visto nunca una mujer desnuda”? El adjetivo le daba al cuerpo otro matiz diferente al que estábamos acostumbrados los niños de barrio, que siempre teníamos  en el pensamiento el cuerpo de una mujer en cueros o en pelotas. La desnudez, en  la boca de aquella vedette de revista, adornaba la escena con un toque de elegancia.



Por la tarde, a primera hora, pasábamos por la feria de camino hacia la playa, a esas horas en la que los feriantes empezaban a prepararse para el trabajo y las casetas y las atracciones adquirían ese aspecto caótico y desarraigado que tienen todas la ferias a la luz del día. Aquella otra cara de la feria, desprovista de las luces de neón, de  la música y de la noche, te dejaba en el alma una sensación de derrota, de paisaje desolado, y te mostraba lo dura que tenía que ser la vida de aquellos feriantes que descubríamos entre bastidores durmiendo con un colchón sobre el asfalto, afeitándose en un espejo desvencijado o duchándose con un cubo de agua turbia.



A la feria bajábamos casi todas las noches porque la teníamos tan cerca que era como salir a dar una vuelta por nuestra calle. La feria se vivía en la Alcazaba, en la Plaza Vieja, en  la Puerta de Purchena, en el Paseo, en el Parque y en el puerto, que a la caída de la tarde se  convertían en una gran pasarela por donde cruzaba toda la ciudad.



El espectáculo no estaba solo en las tómbolas, ni en la noria, ni en la caseta de los espejos ni en la de la mujer barbuda. El espectáculo estaba en las calles llenas de gente, donde personajes de todo tipo se mezclaban sin condiciones sociales. Era habitual encontrarse en medio de la feria con alguna pareja de recién casados que paseaba su amor vestida de novios. Salían de la iglesia o del convite para exhibirse un rato en la feria y acababan regresando medio derrotados, como los que vuelven de una batalla: ella, la novia, con el vestido arrugado y el reglamentario muñeco de la tómbola en los brazos, y él, el novio, con el traje desabrochado y la corbata en el bolsillo.



En esa fauna heterodoxa que formaban los feriantes, a mí me producían una atracción especial los buscavidas que se ganaban unos duros al margen de la ley. Recuerdo al granuja de la ruleta que te ponía como cebo un ejército de relojes de pulsera, “de las mejores marcas”, según pregonaba. Por un duro te llevabas a tu casa un reloj auténtico, creyendo que tenías reloj para toda la vida, cuando la verdad era que aquel artefacto solo funcionaba a base de golpes. Recuerdo también al manitas que te escondía la pelotilla de papel debajo de los cubiletes esperando a que llegara algún panoli dispuesto a hacerse rico y a dejarse la paga de la feria en una sola jugada. 


No era necesario subirse en ninguna atracción ni echar a la tómbola para vivir la feria. En aquellos tiempos la feria se andaba y se miraba y no hacía faltar ir con las alforjas cargadas de dinero porque todavía manteníamos la costumbre heredada de nuestros padres de gastar  poco y observar mucho. Más que a consumir, a la feria se iba a mirar, por lo que eran noches de largas y lentas caminatas, llenas de parones, de plantones frente a una atracción o junto al mostrador de una tómbola. Cuando el cansancio se mezclaba con los rumores de un estómago vacío, era el momento de irse a los Díaz y rematar la jornada con algo tan sencillo como un bocadillo de morcilla caliente.



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