Los domingos por la tarde salía a pasear con sus nietos por las calles de Salobreña y de regreso, le gustaba detenerse en la cervecería ‘El Pulpo’, debajo de su casa, para comerse una tapa de gambas con tomate. Ella siempre tuvo un buen estómago. Nunca estuvo enferma, contaba con orgullo. En 1918, cuando aquella gripe tan mala que dejó miles de muertos en Almería, vio morir a su lado a familiares y vecinos, pero ella no llegó ni a resfriarse.
Josefa Punzón era una maravilla de la naturaleza, un torrente de vitalidad que allá por el año 2007 aseguraba que tenía 111 años de edad. Nació en el seno de una familia humilde, en la calle de las Curiosas, en el Barrio Alto más popular. Ella fue la mayor de cuatro hermanas. Por eso tuvo que ponerse a fregar suelos con apenas 12 años. Se pasó toda la vida sirviendo, en Almería en la casa de doña Soledad Rojas, hermana del fotógrafo del mismo apellido, que vivía cerca del ayuntamiento, y después cuando al acabar la guerra se tuvo que marchar a Motril, con don Emilio Carballo, el médico del pueblo.
Josefa Punzón se casó con Francisco Soler, un vendedor de pescado que tenía un puesto en la Plaza del Mercado y tuvo dos hijas: Piedad y Consuelo. Cuando terminó la guerra civil cogió a las niñas y se marchó con una vecina a Motril en busca de trabajo. Quería huir de la miseria y también de la sombra del marido, que las había abandonado. “He pasao mucho en la vida”, exclama al recordar su pasado.
Cuando se fue de Almería tenía 43 años. La guerra había terminado y no tenía trabajo. Por eso cogió el camino del exilio y se marchó a Motril donde una vecina le había contado que necesitaban mujeres para servir en las casas. Dejar su tierra , su casa y su gente fue un trauma que nunca llegó a superar. Fue tan larga su ausencia que llegó a estar sesenta y ocho años sin volver a pisar las calles de su ciudad.
Ya en los años de vejez, todos los recuerdos le llevaban a la ciudad donde nació, al lugar donde se crió con sus padres. No pudo olvidar jamás el nombre: calle de las Curiosas. Lo repetía hasta la saciedad. El sitio era un callejón situado en pleno centro del Barrio Alto, junto a la popular Plaza de Béjar. Era la zona donde habitaban los pescadores. Casas pequeñas de puerta y ventana, con tantas estrecheces que en los veranos la gente dormía al raso, en los colchones que echaban sobre las aceras. Toda aquella manzana de casuchas desapareció en los años noventa, cuando el socialista Fernando Martínez era alcalde de la ciudad. Al lado de su casa estaba la entrada al refugio donde ella se metía con sus niñas, que eran pequeñas.
A Josefa le gustaba recordar anécdotas de su infancia. Contaba que llegó al mundo en la tarde del sábado 8 de agosto de 1896. Almería era una ciudad pequeña y tranquila que disfrutaba de una burguesía acomodada gracias al comercio de la uva y a la explotación de las minas. Josefa nació cuando la ciudad se preparaba para celebrar la Feria, que aquel año fue del 18 al 28 de agosto. La gente paseaba por el Muelle, el Malecón y el Paseo del Príncipe, que por esas fechas acababa de estrenar nuevas farolas eléctricas que terminaban con la oscuridad del lugar.
Los periódicos locales traían a diario las últimas noticias de la guerra de Cuba. Su padre le contaba que en la calle Mariana había una oficina de reclutamiento voluntario donde se podían apuntar los muchachos entre 18 y 40 años parar ir al Caribe, y no de vacaciones. Eran tiempos duros, con un país a punto de entrar en una profunda crisis económica y de valores, pero Almería parecía vivir al margen, feliz en su aislamiento y sin otra preocupación que la cosecha de uva llenara de barriles los barcos que llegaban al puerto con destino a Liverpool, Manchester y Glasgow. Aquella Feria de 1896 lució un arco de madera adornada de luces que construyó el arquitecto municipal, Trinidad Cuartara. Por allí paso el trono de la Virgen del Mar, que llevaba detrás las imágenes de San Indalecio, San José, Santo Domingo, San Telmo y San Miguel, y que recorrió las calles: Real, Malecón, Pescadores y Alvarez de Castro.
Josefa tenía un recuerdo muy lejano de aquellas primeras ferias de su infancia y juventud, cuando con las muchachas de su barrio se iba por el Paseo, cogidas del brazo, compraban turrón en la Feria y veían pasar a la Patrona. Recordaba su tierra con lágrimas en los ojos, desde su exilio en Salobreña. Quería volver a pisar su tierra antes de morir, una ilusión que vio cumplida cuando en el mes de agosto del año 2007 se paseó de nuevo por las calles del Barrio Alto. Se paseó por las calles de su infancia de la mano de sus nietos, tratando de rescatar los recuerdos que ya no se correspondían con la realidad de un barrio muy cambiado que estaba en plena decadencia. De la calle de la Curiosas, donde había nacido, ya no quedaba ni el rótulo con el nombre.
Una vez cumplido su sueño de volver, ya se pudo morir en paz tal y como ella quería. Falleció en abril de 2008, ocho meses después de su visita a Almería.
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