Aquel faquir de Cuevas de Vera

Pedro Rubio, en un arrebato de locura descuartizó un vaso con los dientes y se los tragó

Pedro Rubio Pelegrín en la portada del Semanario Estampa, en 1932
Pedro Rubio Pelegrín en la portada del Semanario Estampa, en 1932 La Voz
Manuel León
07:00 • 31 ago. 2020

Esa noche, un trotamundos almeriense llamado Pedro Rubio había tocado fondo: cansado, sin dinero, con los huesos reventados sobre el camastro de una fonda de mala muerte, en el pueblecillo gerundense de Blanes, pensó en robar a la mañana siguiente la estafeta de Correos, pero no se atrevía, o en ponerse  a pedir como un limosnero en la calle, pero tampoco le pareció buena idea. 



Quería trabajar ese joven, pero su carácter díscolo provocaba que no durara más de una semana en el tajo. Tenía, desde niño, desde que nació en el Levante almeriense, un don oculto para aguantar el dolor, para hacer cosas pasmosas que a él le parecían ordinarias, como poner el dedo en una cerilla encendida y no sentir ningún tormento. 



Desde que había vuelto de Orán con apenas 20 años, dejando allí a sus padres ya mayores, había recorrido media España sin suerte. Se empleó de segador en  Torreperogil, de azafranero en La Mancha, de cargador en el muelle de Cartagena y hasta de operario en un circo, donde se encandilaba con los trucos de magia del prestidigitador.



Esa noche, hundido en la soledad, se enrabietó con su destino, se incorporó del jergón, miró la mesita de noche, vio un vaso e instintivamente  empezó a destrozarlo con los dientes hasta tragárselo entero con furia de hambriento. Durmió plácidamente hasta que al día siguiente, expulsó todos los cristales sin molestia alguna: había nacido el Indio Klondrihon, el faquir más celebrado en la historia de la provincia.



La biografía de Pedro Rubio Pelegrín arranca en un hogar humilde y en unos tiempos turbulentos.  Nació el 3 de julio de 1912 en la calle Santa Rita de Cuevas de Vera, nombre oficial entonces de la actual Cuevas del Almanzora.



Era hijo de madre soltera, María Pelegrín López, aunque pronto fue reconocido por su padre adoptivo, Francisco Rubio Allentorn, de profesión jornalero. Cuevas, que acababa de ser designada como Condado por Alfonso XIII en favor de Carlos Caro y Podestad, sumaba más de 26.000 almas y era aún  uno de los municipios más populosos de la provincia, desde que fue bendecida con el descubrimiento de la veta del Barranco Jaroso. Sin embargo, su estrella iba declinando por el agotamiento de los filones de galena y por la ineficacia de los desagües en los pozos mineros.



La familia del futuro faquir emprendió, como tantas otras de ese tiempo inflamado de desarraigo, la vía de la emigración. Eligieron Argelia, en concreto el puerto de Mostaganem , junto al  Oranesado, un territorio de jurisdicción francesa rico en  uva y cítricos, en cuyos cultivos se empleo la familia Rubio Pelegrín. Quiso el destino llevarlos, por tanto, al corazón de la antigua Berbería, desde donde tantos barcos piratas salían rumbo a las costas almerienses durante los siglos XVI y XVII, a alijar pueblos y a hacer esclavos cristianos, como aquel niño bautizado como Diego de Guevara que con el tiempo se convirtió en el mítico Yuder Pachá que fundó un imperio junto al Níger.



Fue creciendo Perico y envejeciendo sus padres, soñando con volver, como Gardel, a su tierra natal. Hasta que le llegaron desde la otra orilla los ecos balsámicos de la República recién proclamada en el país del que era oriundo. 


Hizo el hato y volvió a su pueblo a las calles de su infancia, a su Cuevas, que ya no se llamaba de Vera, sino del Almanzora. Cuando hubo visitado a todos sus familiares, quiso recorrer mundo como Marco Polo, buscándose la vida por esa nueva España amanecida, con sus inocentes 20 años. Era el año de 1932 y la realidad, los sinsabores y la falta de suerte lo hicieron madurar a la fuerza como a un niño yuntero, hasta que hundido en la falta de horizontes acabó con sus huesos en esa fonda catalana en la que descubrió su gracia y le cambió la suerte. Lo primero que hizo después de morder esos cristales, fue probar con botones, clavos, cemento, cal, hierro, cadenas y ver que todo cabía en su estómago de avestruz. 


Intuyó, como mozo circense que había sido, que aquello podía ser un filón, y se presentó en el casino de aquel pueblo remoto anunciándose como faquir, ante un público burlón que creía hallarse ante un charlatán andaluz. 


Para convencerlos, Pedro se tragó de un golpe, tras masticarla, una placa de gramófono,  de la Niña de los Peines, como el que se comía un bollo de pan. Y después descuartizó un bombilla a mandíbula batientes y la fue haciendo bicarbonato hasta engullirla  entera. Aquella noche iniciática recaudó once pesetas sin amagar el lomo y a la noche siguiente repitió y fueron 103 pesetas las que cayeron en la gorra.


El cuevano eligió de nombre artístico Indio Klondrihon, se tocó con un turbante y se puso a recorrer esa España turbulenta, que no sabía aún lo que se le venía encima. Fue actuando en pueblos como Fortuny, Malgrat, Calella, hasta que llegó a Valencia, donde alguien le recomendó que se hiciera una prueba médica. Delante de tres eminencias de la época, los doctores Vilar Sancho, Muñoz Carbonero y Alonso Ferrer -según atestigua el Semanario Gráfico Estampa- engulló una bola de plomo atada con un hilo con la que le hicieron una radiografía en la faringe. Pero en un descuido, Perico se tragó la bola y el hilo sonriendo con la altivez de un héroe troyano. Le dijo a los doctores que nunca había estado enfermo, solo resfriado, y que no sentía ningún dolor. 


Mientras que los galenos expedían un certificado de que no había truco ni camelo alguno en las experiencias del exótico faquir de Almería, Klondrihon se había merendado también un hermoso cenicero de escayola y un periódico que había encima de la mesa con el discurso íntegro de Manuel Azaña. Según narraba un diario local, Rubio llegó a actuar de telonero en 1934 en un mitin de Largo Caballero en Barcelona.


Siguió actuando en teatros de Castellón, Alicante, Toledo, y Melilla donde hizo el Servicio Militar en 1935. Allí se empleó en el Batallón de Cazadores número 4, donde se licenció, y donde el Telegrama del Rif celebraba sus excéntricas exhibiciones.


Lejos de ser un asceta o un santón hindú de vida monástica como los faquires orientales,  a Perico Rubio le gustaba presumir de su gracia como un charlatán de feria por cada pueblo que pasaba y se contentaba con cobrar unas cuantas monedas. Así fue hasta que la Guerra Civil, como todas las cosas de entonces,  cercenó su carrera y su nombradía que iba en aumento y con los primeros tiros se perdió para siempre su paradero. 


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