A mediados de septiembre comenzaba la temporada oficial uvera, esa época febril que durante varios meses transformaba el puerto y sus alrededores en otra ciudad. Los buques extranjeros con sus banderas al viento; el ruido de las grúas que chirriaban como gigantes heridos; el resoplido de las calderas que llenaban de humo el ambiente y el muelle adornado por las pirámides de barriles que se levantaban debajo de los tinglados.
Los obreros de carga y descarga que con la espalda doblada y el cigarrillo en los labios, se pasaban los días llenando las entrañas de los barcos; las muchachas que se encargaban de limpiar cada barril hasta que la uva luciera brillante; los inspectores que vigilaban el buen estado de la mercancía y aquel ejército de tripulantes extranjeros que durante varias semanas le daban vida a la ciudad y llenaban los bares de noche. Cuando empezaba la campaña uvera las tabernas se llenaban todas las tardes de hombres y los burdeles que empezaban en el entorno de la calle Real y llegaban hasta el barrio las Piedras, detrás del Ayuntamiento, se engalanaban para recibir a los tripulantes de los vapores extranjeros que arribaban al puerto. Las casas de citas más importantes de Almería llegaron a tener hasta un traductor que hablaba inglés y chapurreaba el francés, para que las prostitutas y la dueña pudieran entenderse con los marineros.
Había trabajo de día y también de noche, cuando se contraba a un grupo de vigilantes para que velaran por la seguridad de la mercancía. Los tinglados del puerto tenían sus guardias que cuando el lugar se llenaba de barriles de uva, de sacos de almendra, de trigo, de naranjas, de limones, vigilaban para que nadie metiera la mano en la mercancía. En los tiempos del hambre algunos de esos vigilantes hicieron negocio llenándose los bolsillos y vendiendo el género en el estraperlo. El método era muy sencillo: se amarraban los pantalones a la pierna por la parte de los tobillos, agujereaban los bolsillos, y con las manos se iban metiendo a puñados el trigo o las almendras que podían conquistar y las uvas.
Era la uva de Almería, que todos los años, al final del verano, provocaba una actividad extraordinaria en los pueblos y en la capital. La bendita uva de Almería que tanta hambre alivió en los primeros años de la posguerra, cuando batallaba por abrirse paso en unos mercados internacionales que habían quedado mermados por la guerra europea que estaba a punto de degenerar en un gran conflicto bélico a nivel mundial.
En 1940, con todas las carencias que nos había dejado nuestra guerra civil, la campaña uvera se presentaba con negros nubarrones debido a la pérdida de los principales mercados consumidores. Ante la posibilidad de que el fruto dorado de la provincia se quedara sin salida y para intentar paliar la calamidad que amenazaba gravemente a nuestra economía, la Jefatura Provincial del Movimiento consiguió que el Gobierno de la nación se comprometiera a adquirir gran parte de la cosecha para alimentar los comedores de Auxilio Social en todo el territorio español, declarando de interés nacional el consumo de la uva de Almería.
Nuestra uva, que tantas veces había atravesado los mares buscando los principales puertos de Europa y de América, iba a salvar la temporada convertida en el postre oficial de los comedores pobres del país. De esta forma, se logró salvar la cosecha llegándose a comercializar más de setecientos mil barriles que dieron de comer a cientos de obreros que se llevaban a sus casas un jornal de veinte pesetas diarias por ocho horas de intenso trabajo.
La uva de Almería llenó los estómagos más necesitados de España y no quedó un solo pobre que no disfrutara del placer que proporcionaba un racimo de uvas con un chusco de pan. Aquella uva de interés nacional fue el postre de los almuerzos en los comedores sociales y la guinda de las meriendas en los hospicios infantiles.
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