Antoñico ‘el Liz’: futbolista y portuario

Su pasión fue el fútbol y su vida, el puerto. En su juventud emigró a Alemania y Holanda

Antonio Sánchez,  alias ‘el Liz’, fue uno de tantos jóvenes que salieron de la cantera espontánea del barrio de Pescadería y de la Plaza de Pavía.
Antonio Sánchez, alias ‘el Liz’, fue uno de tantos jóvenes que salieron de la cantera espontánea del barrio de Pescadería y de la Plaza de Pavía.
Eduardo de Vicente
07:00 • 07 sept. 2020

Antonio Sánchez Benavides cumple hoy 78 años. Tal vez, por su nombre completo solo lo conocen en su casa porque desde que era un adolescente pasó a llamarse Antoñico ‘el Liz’, asumiendo con orgullo el nombre de un mítico jugador del Almería que hacía malabarismos con el balón ante la mirada de sorpresa de los muchachos.



Antoñico ‘el Liz’ fue uno de aquellos niños de los años cincuenta que formaron parte de la cantera del barrio de la Chanca y de la Plaza de Pavía, donde levantabas una piedra y salía un futbolista. El fenómeno de la generación espontánea obraba milagros en un barrio donde no tenían un campo reglamentario donde jugar. Lo hacían en el puerto, saltándose las leyes, y lo hacían en la Plaza de Pavía antes de que instalaran el mercado estable. Allí coincidió con nombres que forman parte de la mitología callejera de la época: Antoñico el de la Honda, Garzón, Paco el de la Viuda, el Chatico y Juan José Melero Marín, que nunca quería ponerse de portero. 



Organizar partidos callejeros era una gran aventura entonces, ya que cada dos por tres aparecían los guardias municipales dispuestos a llevarse la pelota. De aquellas escaramuzas, tan frecuentes como emocionantes, todavía recuerda la figura de ‘el Chato’, el temido municipal que se tomaba la profesión tan en serio que era capaz de mandar al calabozo a su propio hijo si lo ‘cazaba’ jugando al fútbol. 



El fútbol era la gran pasión de Antonio, pero su vida estaba en el puerto, donde su padre se ganaba el sueldo que le daba de comer a la familia. Desde niño sintió una inclinación genética hacia ese pequeño universo que se extendía entre el Cable Inglés y la lonja del pescado. Cuando por las tardes se fugaba del colegio Diego Ventaja, descolgándose por los balcones, se iba al puerto, donde estaban sus raíces. Allí se pasaba las horas jugando al fútbol, cogiendo los papeles de las etiquetas de los barriles de uva, o simplemente mirando los barcos.



De aquellos días de la infancia conserva un recuerdo feliz. No llegó a pasar el hambre de la posguerra y sí pudo disfrutar de esa sensación de libertad absoluta que encontraba en la calle. Jugaba por las pencas de la Alcazaba y en la cueva de Perico, cuando el Mesón Gitano no había empezado todavía a gestarse y el lugar era un nido de cuevas y de pura miseria. 



Pronto descubrió que no le gustaba ir al colegio y que quería seguir los pasos de su padre y trabajar en el puerto. Su vida laboral fue tan extensa que sería necesario un libro para contar su currículum. Fue empleado en el almacén de la tienda de Electrofil, se subió al andamio para probar el oficio de albañil, estuvo un tiempo echando gasolina en el garaje Inglés y en los ratos libres se ganaba una propina como aguador del puerto, llevando el botijo a los cargadores. Él también conoció la dureza de esta profesión, dejándose la espalda debajo de aquellos sacos de cemento de cincuenta kilos que había que descargar a pleno sol por las empinadas rampas de los barcos. 



Eran años de juventud, cuando sobraba la fuerza y después de una dura jornada de trabajo se iba a jugar al fútbol con los amigos. Antoñico ‘el Liz’ defendió la camiseta del San Roque, del Valdivia, del Pavía, del Hispania, del Alquián y del Vera, y en sus años de madurez llegó a ejercer de entrenador. 



Como futbolista era un medio que todos querían tener a su lado, un tipo duro, una roca, de los que no dudaban en dejarse hasta la última bocanada de aliento persiguiendo un balón. Le hubiera gustado vivir del fútbol, pero tuvo que ganarse la vida trabajando, como antes lo había hecho su abuelo, Sebastián ‘el sereno’, y después su padre,en el puerto.


Probó suerte en varios oficios y en los años sesenta decidió tomar el camino que tantos jóvenes de su generación siguieron: la emigración. Antoñico estuvo en Alemania, en Holanda y en Bélgica, hinchándose de trabajar para sacar adelante a su familia, hasta que un día echó tanto de menos su tierra, su gente y su puerto, que regresó para siempre. 


Vino con una sola idea: trabajar en el puerto. Ya lo había hecho llevando el agua y descargando sacos de cemento y ahora quería un puesto que le durara toda la vida. Fue entonces cuando se puso a estudiar. No cogía un libro desde que estaba en la escuela y tuvo que hincar los codos con la ayuda de sus hijos para presentarse al examen de capataz. El esfuerzo mereció la pena y Antonio Sánchez Benavides se colocó en el puerto, cumpliendo uno de sus sueños infantiles. El otro, el del fútbol, nunca lo abandonó. El día que colgó las botas como futbolista se sacó el título de entrenador, llegando a ser seleccionador de Almería.


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