Antes de él, el pescador almeriense que llegaba a anciano malvivía acosado por la miseria o caía desmayado de hambre viva bajo algún tintero de La Chanca, bajo la sombra de algún esquimo de Pescadería. Al agricultor siempre le quedaba algún roal de tierra para sembrar panizo o cebada, pero el pobre marinero, cuando sus manos encallecidas por el salitre se paraban, se moría de hambre o de tisis o de pulmonía, sin recursos para medicinas.
Era así como ocurría hasta hace un siglo en los puertos de Almería, de Adra, de Garrucha, de Carboneras o de Roquetas: los viejos lobos de mar vivían en continua zozobra, como el casco del barco en el que habían navegado con la única defensa de su remo; subsistían del rancho de pescado de limosna que les mendigaban a los pescadores jóvenes a cambio de remendar algún agujero en la red. Formaban parte del paisaje del antiguo Andén de costa, siempre merodeando, como gatillos, por la Rambla Maromeros, por la explanada del muelle, por el camino del faro, con las manos en los bolsillos, con la traza de una colilla en los labios, con la gorra calada, con los pantalones de mahón arremangados por la pantorrilla.
Era así de dura la vejez para el jabegote almeriense, hasta que en 1914 llegó Alfredo Saralegui a Almería, un ferrolano, hijo de familia acomodada, que se empeñó en dignificar este ancestral oficio, el más antiguo en la vieja bahía de Bayyana. Antes que don Alfredo, el pescador almeriense no tenía seguridad social, ni asistencia médica, ni formación: no tenía nada. Así deambulaba por las calles en días ásperos, en noches siniestras, hasta que este gallego noble, comandante de marina, trazó aquí, en su despacho de la calle Gerona, el andamio para la creación de los Pósitos de Pescadores, para proteger a ese maltratado gremio que si pescaba comía y si hacía temporal no lo hacía.
Saralegui nació en El Ferrol en 1883, perdió a un hermano en la Guerra de Cuba y con quince años ingresó en la Escuela Naval Flotante a bordo de la fragata Asturias. Se graduó y fue destinado al arsenal de Cartagena y después a Benidorm, Bilbao y en 1914 ancló en Almería como segundo comandante de marina con grado de teniente de navío.
Sus ojos observaron la pobreza extrema en los barrios de Las Almadrabillas y Pescadería, y convocó una reunión en el salón de actos del Ayuntamiento, presidida por el gobernador Tomás Foz, de la que salió constituida la Asociación Protectora del Pescador, embrión del Pósito de Pescadores.
Más de 300 marineros se asociaron en las distintas secciones de Créditos, Pensiones, Suministros, Instrucción y Beneficencia. Pero no se quedó ahí, Saralegui, un personaje fecundo que en solo tres años que residió en la ciudad, hizo germinar innumerables proyectos sociales, un ‘Pablo Iglesias Posse” -también ferrolano- para el gremio de la mar sobre el que los almerienses no han volcado demasiada gratitud: ni una placa en el callejero lleva el nombre de este bienhechor.
El escaso tiempo que estuvo destinado en Almería, don Alfredo era como un prestidigitador capaz de aventar infinidad de proyectos y de asistir a dos reuniones que se celebraban a la misma hora. De esa larga retahíla de ocupaciones destacó su capacidad organizativa y su pertenencia a la Asociación de Exploradores de Almería, presidida por José Molero Levenfeld; al Centro Esperantista, con sede en la calle La Reina, 9, presidido por Serafín Baudín, que promovía la solidaridad y la comprensión entre los pueblos con la divulgación del esperanto; a la Asociación Oceanográfica de Almería, dirigida por Antonio Álvarez Redondo y Arturo Lengo. Promovió el Club de Regatas de Almería y creó la beatífica asociación ‘Pan y Letras’ para atender a los niños sin recursos de las cuevas, golfillos callejeros que el tiempo que él estuvo en Almería pudieron merendar dos veces en semana y aprender un poco de gramática parda.
Su labor se iba haciendo cada vez más conocida en los ambientes políticos de Madrid, donde acudía con un cartapacio bajo el brazo para explicar su venerable proyecto de los pósitos. Hasta que en 1917 el ministro de Marina, Augusto Miranda, lo fichó como director general de Navegación y Pesca. El Ayuntamiento le hizo un banquete homenaje en el Teatro Apolo al que asistieron más de 300 personas que pagaron tres pesetas por el cubierto servido por el Hotel Inglés y fue nombrado Hijo Adoptivo de Almería.
Volvió meses después para constituir el Pósito de Almería y entregar 15.000 pesetas de subvención para que pudiera echar a andar. Se amparó en distintas secciones: Venta de Pescado, Caja de Préstamos, cooperativa de venta de efectos pesqueros, Socorros Mutuos y Montepío del Pescador. Se habilitó una pescadería higiénica con cámara frigorífica en la Rambla de La Chanca, varadero para lanchas y una Caja de Crédito Marítimo, germen del futuro Instituto Social de la Marina, del que Saralegui fue secretario hasta 1936.
A partir de entonces, más de una veintena de pósitos se fueron creando por los puertos de España como herederos de los antiguos gremios de mareantes. Saralegui instituyó también la fiesta de Homenaje a los viejos Marinos que hasta el año 1935 se estuvo celebrando en la comandancia de Almería. Se repartían dos cartillas de pensiones vitalicias y 25 pesetas a los pescadores ancianos donadas por el Pósito.
Toda la voluminosa obra social de Saralegui fue interrumpida por la Guerra. Se refugió en un caserón abandonado de Valencia y al finalizar la contienda se presentó en su antiguo puesto, pero fue apartado, acusado de ideas comunistas y encarcelado. Después, don Alfredo, ya nunca volvió a ser el mismo, su obra fue manipulada para convertir los pósitos en cofradías de Pescadores por parte de Pascual Díez de Rivera, un antiguo colaborador que le traicionó. Saralegui convivió bien con la época de la Restauración, con la dictadura de Primo de Rivera, con la República, pero no pudo con el Franquismo, hasta que, alejado de todo y de todos, falleció en Madrid en 1961.
Pero los almerienses no deben olvidar que antes de aquellos obispos sociales que llegaron a socorrer Almería como Rodenas o Suquía, antes de las Hermanitas de la los Pobres o de don Marino, antes de la Leica de Siquier o la pluma de Valente o Goytisolo, antes de todo eso estuvo el genio generoso de este comandante, que no tenía ninguna necesidad de embarcarse en tamaña epopeya caritativa y lo hizo, sin que uno haya podido adivinar por qué se dejó buena parte de su juventud en proteger a los pescadores de la provincia, en vez de correrse juergas en Casa Berrinche o en la Venta Eritaña, como solían hacer algunos de sus predecesores en el cargo. Consiguió que todos los pescadores tuvieran seguridad social y medicinas; creó cantinas escolares, escuelas de orientación marítima y aquel viejo Pósito de Pescadores de Almería. Los marineros nunca tuvieron un mejor abogado que don Alfredo.
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