Algunos años después, cuando dimos el salto al Instituto y nos internamos en la asignatura de Ciencias Naturales, descubrimos que aquella forma de salivar, aquel mecanismo que nos hacía la boca agua en unas décimas de segundo cuando veíamos desde lejos los destellos del anillo del señor Obispo, se llamaba el reflejo de Pavlov.
Veíamos al Obispo y salivábamos como el famoso perro de Pavlov. Veíamos al Obispo y era como si de pronto se nos apareciera el Señor con todos sus apóstoles. El secreto estaba en el anillo, que te abría las puertas del paraíso y el derecho a meter la mano en la bandeja de caramelos o si era algún día especial, en la caja de bombones que parecían recién salidos del obrador del cielo.
La fotografía que ilustra este escrito nos muestra con qué devoción un niño se postraba delante del anillo del Obispo buscando el milagro. Lo besabas e inmediatamente tenías la recompensa del caramelo. Y no eran caramelos de oferta, de aquellos que comprábamos en los carrillos ambulantes a perra gorda la unidad, sino señores caramelos con nombres y apellidos, caramelos de etiqueta y caramelos de café con leche que venían directamente de Pamplona.
En ese momento, en ese instante divino en que la mano generosa de su Reverendísimo nos daba el caramelo, comprendíamos que el Obispo estaba muy por encima de nuestros curas cotidianos de parroquia que en vez de darnos un caramelo cuando lo hacíamos bien, nos daban un morrillazo cuando metíamos las manos en el arcón buscando la botella del vino dulce.
Para los niños de hace cincuenta años el Obispo era un señor al que veíamos de vez en cuando cruzando la Plaza de la Catedral rodeado de un séquito de colaboradores y envuelto en una vestimenta que nos parecía de otro siglo. Teníamos tan idealizada la imagen del prelado que cuando de repente aparecía ante nosotros mientras correteábamos por los alrededores del templo nos quedábamos petrificados, sin saber qué teníamos que hacer. De pronto dejábamos de jugar, impresionados ante el aspecto imponente de aquel enviado divino que nosotros colocábamos un par de escalones por debajo de Dios. Era costumbre en aquel tiempo, que los niños, cada vez que se encontraban con el Obispo, le presentaran sus respetos besándole el anillo.
Los niños de los años cincuenta tenían muy interiorizado aquel gesto, ya que convivieron con don Alfonso Ródenas, posiblemente, el Obispo con más boato del último siglo. Llegó a Almería en 1947 y a lo largo de los cerca de veinte años en la diócesis, jamás perdió su compostura de prelado solemne que mostraba en cada uno de sus gestos y en todos sus actos la pompa de los curas antiguos del viejo concilio.
En el trato cercano era un personaje campechano que siempre tenía una sonrisa a mano y un gesto cariñoso, pero impresionaba verlo en los actos oficiales, con su barroca indumentaria, adornada por una capa que realzaba su deidad. El día que llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, se exhibió de forma ostentosa a todos los fieles. En aquella Almería empobrecida de 1947, don Alfonso se dio a conocer subido en un impresionante coche descapotable.
En el escalafón de personalidades de nuestro imaginario infantil, don Alfonso estaba en los primeros puestos: primero Dios, después la Virgen y a continuación el Obispo, que nos parecía más que el Papa porque mientras que a éste lo veíamos con la lejanía de las imágenes del NODO, a don Alfonso lo rozábamos a menudo y nos impregnábamos con el olor de su incienso y nos impresionábamos con la grandiosidad de sus ropajes y el brillo de su anillo de oro. Si había un símbolo que lo caracterizaba, ese era su anillo, que imponía mucho más encima del guante.
Cuando a los niños de los colegios los llevaban a la Catedral el Miércoles de Ceniza o el día de la Primera Comunión, una de las formalidades que había que cumplir sin escusa era la de ir a besarle el anillo al Obispo. Si por casualidad un niño cruzaba por la puerta del Obispado y salía don Alfonso, era recomendable acercarse a él y besarle el anillo, porque era una forma de ganarse un pedazo de cielo que venía representado en uno de aquellos caramelos que su eminencia llevaba siempre en el bolsillo de la sotana.
Don Alfonso era como un padre lejano que se ganaba el respeto de los niños a fuerza de caramelos, un personaje muy distinto al Obispo que le sucedió. Los niños de los años sesenta recordaremos siempre la figura de don Ángel Suquía porque se detenía delante nuestra para ver cómo jugábamos al fútbol y cuando nos quedábamos quietos se acercaba con una sonrisa en la boca, nos alborotaba el pelo con la mano y seguía su camino hacia la Catedral.
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