El pecado que tanto nos rondaba

Cuanto más nos separaban de las niñas, cuando más difícil era, más nos gustaban

Niñas y niños del instituto de Almería en la iglesia de San Pedro en abril de 1957. Hasta en la misa los separaban para evitar las tentaciones.
Niñas y niños del instituto de Almería en la iglesia de San Pedro en abril de 1957. Hasta en la misa los separaban para evitar las tentaciones.
Eduardo de Vicente
23:02 • 21 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 22 oct. 2020

El pecado era una nube que nos llenaba de sombras la conciencia y la salsa de todo aquello que estaba prohibido. El pecado habitaba en los bajos fondos del alma, en los callejones más oscuros de nuestros pensamientos, en ese cuarto de las ratas que llevábamos incorporado donde solo nosotros y el Señor podíamos entrar. 



“El Señor lo ve todo” nos decían cuando con siete años nos preparaban para hacer la Primera Comunión, y desde ese momento descubríamos que nuestros secretos solo lo eran a medias, porque el que estaba en el cielo, el crucificado que nos miraba como si nos estuviera examinando cada vez que entrábamos a una iglesia, sabía perfectamente de qué pie cojeábamos. El problema era que algunos cojeábamos de los dos y vivíamos tan instalados en el pecado que enseguida comprendíamos que lo nuestro ya no tenía remedio, que por muchas oraciones que nos aprendiéramos de memoria, por muchas flores a María, por mucho que adoráramos al Niño Jesús de la mesita de noche, volveríamos a caer en la tentación cada vez que cruzáramos el umbral de la puerta de nuestra casa.



El pecado casi siempre estaba fuera, por lo que fuimos adquiriendo el don del desdoblamiento, esa doble personalidad que nos permitía sobrevivir en la calle con los amigos y en la casa con los familiares. Teníamos un personaje dentro de nosotros que sacábamos a pasear cuando estábamos en pandilla, y otro que nos enfundábamos, como el que se pone la bata y las zapatillas, cuando nos reuníamos alrededor de la mesa a la hora del almuerzo. 



Éramos uno en la calle y otro distinto en la casa. Por eso, cuando una vecina tocaba en la puerta para presentarle alguna queja a nuestras madres, casi siempre salían en nuestra defensa, diciendo aquello de “se ha debido de confundir usted con otro. Mi niño no hace esas cosas”. Y era verdad, su niño jamás había dicho una palabrota en la casa, ni le había faltado el respeto a nadie, ni se había quedado con la boca abierta delante de la televisión cuando aparecía un cuerpo femenino, pero el otro, el niño que se vestía con la ropa de diario para salir a jugar con los amigos, llevaba el pecado metido en los bolsillos entre las canicas y el trompo, como si fuera un sobre de estampas.



El pecado también tenía dos caras, como nosotros: por un lado nos producía miedo y por otro nos atraía. Cuánto más pecado, cuánto más prohibido, más nos cautivaba, aunque supiéramos que después, cuando llegara la hora de ponernos delante del confesionario, nos veríamos obligados a mentir por puro instinto de supervivencia, porque no queríamos acabar en las llamas del infierno de los curas. Le mentíamos al confesor y también a las madres, desde aquella primera vez en la que comprendimos que a una madre casi nunca se le debía decir la verdad. 



Nos acostumbramos a las verdades a medias y nos acostumbramos tanto a que el Señor lo supiera todo de nosotros. Lo único que nos importaba, después del pecado, no era lo que podía pensar de nosotros el todopoderoso que estaba en el cielo, que miraba y callaba, sino aquella mujer que nos educaba a diario, nos hacía la comida y nos tomaba por santos cuando nos ponía la merienda mientras hacíamos la tarea. El castigo del Señor nos quedaba muy lejano todavía, pero el de nuestras madres estaba presente todos los días cuando pronunciaba aquella fatídica frase de “hoy no hay calle”. 



Sin calle no éramos nadie porque nos amputaban esa otra parte de nosotros en la que habitaba el pecado. En la calle podíamos disfrutar de las malas compañías que para nosotros eran las mejores, y podíamos mezclarnos con las niñas libremente, lo que no nos permitían hacer en la escuela donde nos separaban de ellas como si fuéramos enemigos o de distinta especie. Cuando íbamos a misa con el colegio nos distanciaban para que corriera el aire, sin saber que aquel remedio producía el efecto contrario: cuánto más nos alejaban de ellas, cuánto más nos lo prohibían, más nos gustaba saltarnos las normas.




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