Sebastián Martínez Tamayo (Pescadería, 1949) sabe que nunca más volverá a ser tan joven como el día presente. Por eso, cada mañana, después de afeitarse y desayunar un tazón de leche, el Mariscano, como llaman a su familia desde los tiempos de la tana, sale de su casa junto al bar Los Sobrinos y baja a la caseta número 51 del Puerto milenario de Almería. Allí, calladas, están esperándoles su aguja, su navaja y su banqueta. Sebastián el Mariscano, llamado también ‘manos de seda’, quizá sea el último pescador, en ese barrio donde empezó todo, que sabe aún armar una bonitolera o remendar un boliche o trenzar una nasa. Con once años se salió de la Escuela de Pescadores de don Antonio y se embarcó con su padre a la traíña, en aquellas noches de frío en las que sostenía el hacho de lumbre para atraer al cardumen entre la oscuridad de las aguas.
Ahora labora ya por pura afición, porque no sabe hacer otra cosa, en ese barracón del Muelle que es su reino particular. Allí acuden a diario, como en romería, otros jubilados del barrio, a arreglar el mundo, a quejarse de la pensión, mascullando tras la mascarilla, mientras Sebastián enjareta un trasmallo con sus manos de artista, con la espalda encorvada, dando puntadas en la red con la precisión de un cirujano. Los mariscanos llevan siglos pescando a la traíña en la bahía de Almería, con malos y buenos vientos, pero con Sebastián se rompió la cuerda: sus dos hijos trabajan en tierra. Él, mientras viva, no se apeará de su destino de hijo de la mar, y de recordar su niñez que a veces es más larga que la vida entera. “Nací en el puerto y me moriré en el Puerto, como mi padre y como el padre de mi padre”, asegura con su cara colorada, con la que parece más un escocés que un meridional. Nació en la marinera calle Remo y después la familia se marcho a vivir a los Pisos de los Pescadores, al lado del Cine Jurelico, donde veía películas del Oeste y de aquellos héroes de cartón piedra. Su comida diaria era el rancho de pescado que traía su padre José de la mar. Y la merienda, los higos y brevas que recolectaba junto al cortijo de la Venta Eritaña, donde estaba la Curra, una mujer que lanzaba piedras con una honda rudimentaria contra los chiquillos con la soltura del mismísimo David contra el filisteo Goliath, porque creía que todas aquellas higueras eran suyas.
Sebastián adquirió celebridad también como buen nadador, ganando varios de los campeonatos que organizaba Eduardo Gallart en la Escalinata de la Reina, y como buen remero en las regatas de botes del Día de la Virgen del Carmen y como excelente saltador tirándose de púa desde el Cable Inglés a las aguas de Las Almadrabillas.
Sebastián fue creciendo enrolado en los tres barcos de su padre -Nuevo Velox, la Isleta y Bahía Mazarrón- aprendiendo el oficio de la pesca de cerco, con el solo alimento del cesto que le alistaba su madre la Tamaya. Aprendió a tener templanza con la aguja, porque sin buenas redes no hay pesca que valga y en su retina quedan las madrugadas de invierno, con la humedad calándole los huesos a bordo, con la imagen del bote lucero angüando el pescado y con el cabecero arriando el arte y calando junto a la luz que daba el fuego del palo con el algodón empapado en gasóil, como se lleva haciendo desde los tiempos de Cristo en el mar de Galilea.
Eran barquitos de nueve metros de quilla con los que pescaban desde Adra a Carboneras, pillando calamares, dobladas, jurel, boquerón, caballa, sardinas o pescado de rolaje para el caldo como la araña, la rascarcia o las zalemas.
Sebastián recuerda aún a los buenos patrones del cerco de aquellos tiempos, gente como Juan el Gato o el Inglés, como los Matías, el Morenillo, Agustín María o Pedro el Portugués, que fue presidente de la Cofradía.
Cuando murió su padre, Sebastián, junto a su hermano, tomó el testigo y así estuvo navegando cincuenta años, primero por la bahía y después con Paco Quero en un barco más grande con el que iban catorce tripulantes hasta Cabo Rosas, en aguas de Gerona, a pillar el boquerón que vendían a buen precio a las fábricas de anchoas.
El Mariscano recuerda también los inicios de la pesca de arrastre, cuando los barcos navegaban a la pareja buscando el rayao, la cigala, el rape, la pescada de la bahía y recuerda patrones buenos como José Luis, Diego el Momo, Pepe Mellado, el Cazón, Antonio Arcos el Balermero, que sabían de cada marca, de cada canto del fondo marino, sin necesidad de llevar sonda a bordo. Y a maestros rederos como Pedro Salmerón, Juan el Pomedio o Miguel el Boniato, que aún aguanta. Había también una mujer llamada Bárbara que lo mismo arreglaba artes de cáñamo que armaba artes taconeros para pillar la gamba, con tirantas y calones.
Es un hijo de la Postguerra, Sebastián, un tiempo en el que en el paisaje portuario destacaba el rumor de los motores de Gabriel Cabezuelo, de los haladores de Cayetano Gómez y donde brillaban los paños de red de los efectos navales de Paco el Hilero y el taller de Antonio Milán. Al frente de los astilleros estaba Antonio Loha, cuando los barcos aún eran de madera y tenían que ser reparados en los barracones de Poniente por las manos de hábiles calafates como el Che, Paco Méndez, Adrián o los Canarios, que cauterizaban la madera con estopa y masilla. Y estaba la casa de máquinas, donde se varaban los botes, con Andrés Quintana al frente.
Ahora todo eso ya queda en su memoria, mientras desgrana ovillos de red en su butaca, junto a la peña que le acompaña, antes de salir por la puerta camino del '900 millas' para rematar la mañana con algún café o algún chato de vino. Dentro de unos meses, lo que queda de ese entramado de almacenes de calafates y astilleros irá abajo para la remodelación de un puerto nuevo que ya no será el suyo, el de Sebastián el Mariscano, el de este ‘Manos de seda’ cuya fama llegó hasta la empresa de la piscifactoría de Aguadulce que lo tuvo en nómina reparando las redes del criadero de lubinas.
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