Hay un hombre con bigote mexicano y mofletes brillantes de sol al que toda la ciudad conoce, pero al que nadie parece hacer demasiado caso. Se sienta todos los días debajo del ficus centenario del Paseo junto al quiosco de Toñi y allí labora con su aguja haciendo pleita de esparto. A veces le falta el aire y se baja la mascarilla como si fuera una celada medieval, mientras su índice y su pulgar van hilvanando los filamentos de la gramínea con ayuda de una aguja, trenzando la hoja de la planta ancestral para que en unas horas se convierta en una cesta o en un canasto que se cotizará a 20 euros en ese mercado de la calle, entre Rueda López y Lachambre.
El artista responde al nombre de Alfonso Salmerón y es, a su manera, como aquel Miguel Angel que veía a Moisés en un bloque de mármol de Carrara. Él, por su parte, ve cosas más mundanas en esas gabillas que recolecta casi a diario en los montes de Enix: un sombrerito, un botijo de adorno, una panera o un cactus para la repisa. Se siente protegido, como un Tarzán urbano por la sombra de ese árbol lujurioso cuya fronda cruza la vía principal de Almería. A su lado duerme una petaca con tabaco de liar y una bolsa de rosquillas de Alhama para el picoteo de la mañana. Nunca sabe cuánto tiempo aguantará allí, antes de regresar en autobús con sus bártulos a La Gangosa.
Su vida -la de este payo moreno con colgante para el mal fario- es el esparto, desde hace casi veinte años, desde que se quedó parado y dejó otros oficios como el de camarero en el bar Ortega, el de trabajar a jornal sembrando melones o el de vendedor de seguros. Ahora lo suyo es embridar la pleita, trenzar la fina maroma, hacer lo que hacían los almerienses de hace cien y doscientos años. Porque Alfonso es un hombre antiguo, a pesar de no llegar aún a los 60. Nació en un cortijo de La Chanca rodeado de esparto que utilizaba como mondadientes después de un plato de arroz con choto. Uno de sus antepasado fue el ‘Chulo del Barranco Caballar’, Antonio Salmerón, uno de los tipos más postineros de la redonda que contaba los mejores chistes de Almería y que cantaba soleares.
“El esparto nunca se queja, por eso me gusta” -dice Alfonso, que hace de todo con esa fibra natural: desde canastas para setas y castañas, caballicos o perros rintintín, joyeros para el oro molío o bragas y esparteñas de las de antes.
Desde pequeño anduvo por los montes y siempre se fijó en los ancianos como el tío Angel de las Losas cómo trabajaban el trenzado. Y ahora que convive con tanta gente a diario le ha salido , además de callos en las manos, un poco la vena de filósofo presocrático: “El esparto es Almería y Almería es el esparto”.
Y no le falta razón a Alfonso, que en otras épocas se ponía en el Paseo Marítimo del Zapillo o en la Rambla, frente a la cafetería Colombia. -“Caballero le puedo echar un vistazo al género” -”Sí hombre, está en su casa”.
No le falta razón a Alfonso, porque no hay nada tan genuinamente almeriense -ni el cañillo, ni la Dulce Alianza, ni Membrives- como el esparto. Desde el siglo XVIII hay constancia de que en esta tierra se le sacaba partido a esta planta cuyo nombre científico es tenaccisima. Y hubo un tiempo en el que la Plaza Vieja se llenaba de vendedores de cestas y aguaderas. Eran matronas tocadas con rempujas que se sentaban sobre faldas enormes en los soportales que hoy ocupa por ejemplo La Tahona que aparecen retratadas en algunas fotos de ortiz Echagüe.
Cuando no existía Manolo Abad, todos los Muebles Mago de la casa eran de esparto, los viejos utensilios, el menaje de la cocina, la escoba, la soga, la cuerda para atar el gallinero. Almería debería haberle dedicado una calle al esparto o una estatua a la atocha, porque junto al metal de las minas y a la uva, y ahora el invernadero, es lo que más la define, la que más la ha definido.
Carmen de Burgos tiene un libro costumbrista -El último contrabandista- en el que habla de toda esa labor tan ancestral y de cuando la Gran Guerra Mundial hundió en la miseria a los esparteros.
Arrancando matas en Orán fueron pasados a cuchillo por una razzia kabileña en 1881 más de un centenar de jornaleros almerienses. El esparto es parte de la sangre de los almerienses, de la salud de los almerienses, que enfermaban de los ojos por ese polvillo picante que cegaba a los obreros y que agrietaba los labios de las mujeres que lo majaban.
El Barrio Alto fue el distrito espartero por excelencia en la ciudad. Allí estaba el almacén de Enrique Rull y allí se apreciaba a distancia ese olor tónico que desprendían las hebras doradas, como la fábrica de La Celulosa muchos años después.
Hombres y mujeres lo arrancaban a partir de la primavera por un mísero jornal y después pasaba a los almacenes de la ciudad donde se limpiaba y se empacaba para salir en goletas o bergantines rumbo a Gran Bretaña para la industria del papel.
En el siglo XIX, los almerienses rurales hacían guita para cuerdas, espuertas, asientos de sillas o aparejos, como ahora se monta en moto. Cuando vino a la ciudad Isabel II, se tomó una limonada bajo un kiosco de esparto en el Puerto. Almería fue siempre su mayor recolectora: en 1900 había en la provincia 200.000 hectáreas en cultivo, la mitad de todo el espartizal español.
El esparto se convirtió en toda una industria, se cocía y se majaba y medraron grandes exportadores como McMurray -en el actual Celia Viñas- Mr Hall, en el Barrio de Los Grillos, los tinglados de Spencer y Roda en el Puerto desde los años 50 del XIX, Barrón, Ramón Orozco, Peregrín, Luis Figueroa y Simón Fuentes ‘el Rey del Esparto’ en Carboneras y Garrucha. Todo se hacía entonces con esparto, desde un juguete a una jaula para pájaros. A la vuelta de los años hay un hombre bajo un ficus que lo sigue haciendo, aunque nadie le haga puñetero caso.
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