Lo primero que hacía el doctor Miguel Sáez cuando llegaba a su casa de Mojácar y soltaba la maleta neoyorquina era arrancar un higo de su jardín y comérselo con una rebanada de pan mirando el mar de La Rumina. Era como un ritual que no cumplirá más este almeriense, este levantino de pro, que acaba de cerrar los ojos en New Jersey, a miles de kilómetros de la fuente de los doce caños que lo vio nacer.
Se acaba de ir con 88 años Miguel Sáez García, el amigo de sus amigos, el hombre tranquilo que nunca tenía prisa: cuando llegaba a Mojácar en verano y cambiaba los zapatos de cordones por las chanclas, ponía el contador a cero y era como si estrenara la vida.
Tenía la rara aptitud de saber escuchar, de querer escuchar: lo más importante para él era lo que estaba hablando contigo en ese momento en cualquier lugar del Levante almeriense. Era, además, este Miguel Sáez, un sentimental, un llorón, al que veíamos cómo se le humedecían los ojos con solo mentarle a un amigo de la infancia.
Miguel era un indiano de ida, pero sobre todo de vuelta: para él Mojácar era lo más grande, la idealización de la felicidad. Él veía en Mojácar lo que no veía nadie: para él la fuente eran las termas de Caracalla; el Picacho era como el Pan de Azúcar sobre Río de Janeiro; la Plaza Nueva, el Ágora de Atenas. Por un lado estaba la realidad y por otro la realidad de Miguel.
Podía sentarse con una limonada en su porche a hablar con sus amigos Ezequiel Navarrete, Joaquín el Lobo, Emilio Sánchez o José Antonio Ruiz Marqués y no levantarse en horas; o podía sacarse de la manga una tertulia vespertina con Inocencio Arias, su consuegro José Luis López Vázquez y su vecino Juan García y no acabar hasta que salían las estrellas.
Era Miguel un mojaquero como pocos, un almeriense presente en todos los actos culturales de la provincia. Allí donde se presentaba un libro o se inauguraba una feria estaba Miguel el primero, con sus gafillas de miope, con su saludo tímido, con su hablar pautado, a quien el mes de agosto se le quedaba pequeño por todas las cosas que se proponía antes del reglamentario regreso a la Gran Manzana. Había mamado eso que don Ginés Carrillo llamaba el duende mojaquero.
Miguel Sáez se fue a Estados Unidos para un mes y se quedó toda la vida. Llegó con una beca en 1959 al Hospital Columbus de Nueva York, tras licenciarse en Medicina en Granada, para especializarse en pulmón y corazón, pero se le cruzó una chiquilla, Carol, con la que se casó en Conneticut y con la que ha criado tres hijas: Pamela, Diana y Jennifer.
El doctor mojaquero trabajó durante más de cincuenta años en diversos hospitales neoyorquinos como el Metropolitan, el Sant Claire y el de la Quinta Avenida, dirigiendo centenares de operaciones quirúrgicas de corazón. Por sus manos sabias de almeriense de secano pasaron célebres compatriotas como Concha Piquer, José Carreras, Emilio Cassinello o el escritor José Luis Sampedro, quien describe la intervención del galeno mojaquero en las páginas de su novela Monte Sinaí.
Miguel nació en Mojácar en 1932 junto al rumor de la fuente árabe, junto a la tapia donde los muchachos miraban el trajinar de las lavanderas y después se trasladó a un cortijo de la Huerta de la Cañá que había sido de los Flores de Lemus. Su madre se llamaba Ana García y su padre Juan Sáez, que también fue emigrante en Estados Unidos en la época de la Gran Depresión. Al volver se dedicó a organizar la subasta del pescado fresco -cuando en Mojácar había barcas-frente a la venta de Juan López, donde está el Parador de Turismo.
Su abuelo, el bachiller Miguel Sáez, fue alcalde de Garrucha en el siglo XIX, cuando llegaron los cantonales de Cartagena, y después, en 1898, lanzó una proclama apoyando la guerra contra los Estados Unidos, sin intuir siquiera lo que este país representaría para su descendencia.
Miguel recordaba en sus dilatados coloquios estivales, cuando se transformaba en Aristóteles bajo El Palmeral, que su padre compró el primer vehículo que hubo en Mojácar, un Chévrolet, con el que llevaba y traía los alimentos por los pueblos de la comarca como delegado de abastos. Con diez años se fue a estudiar a La Salle y después al Instituto donde se convirtió en uno de los alumnos predilectos de la señorita Celia. Allí coincidió con Juan del Aguila, Gabriel Espinar, Paco Beltrán, Hilarión Gómez, Eulogio Jerez, el locutor Cayetano Ledesma. Con Celia declamaba el Romancero Gitano en actos organizados en la biblioteca de Hipólito Escolar o en el micrófono de Radio Almería. Y participaba en excursiones por la provincia con la maestra leridana, que le llevaban, junto a Tadea Fuentes, a los naranjos de Antas o al Teatro Aquelarre de su Mojácar, donde una tarde representaron una obra de Jacinto Benavente.
La familia Sáez, compuesta también por dos hermanas -Juana y la malograda Palmira- se trasladó a vivir a la calle Granada de Almería. Con Juan del Aguila, que años después fundó la caja Rural, y con Eulogio Jérez, que después sería su cuñado, pasaba ratos inolvidables acudiendo al puerto a ver llegar los vapores, buscando chapurrear un poco de inglés u oyendo los goles de Zarra en la radio Telefunken de la familia.
Después marchó a Granada a licenciarse en medicina aprendiendo que “el primer deber de un médico es no provocar daño”. Después hizo unas breves prácticas en el Hospital Provincial hasta cruzar el charco rumbo a los Estados Unidos, donde ha disfrutado de una vida plena. Solo le faltaba Mojácar, su Mojácar, a la que le dedicó dos libros de poemas, a la que le echó dos pregones; solo le faltaban sus amigos, sus tertulias y su higo fresco recién arrancado cada mañana para desayunar frente al mar latino.
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