Los últimos años del viejo Diocesano

En el verano de 1975 se cerraron para siempre las aulas del colegio de la Catedral

Frente a la torre del campanario de la Catedral se alzaba el colegio Diocesano, con su gran patio del tercer piso y sus pequeños patios secundarios.
Frente a la torre del campanario de la Catedral se alzaba el colegio Diocesano, con su gran patio del tercer piso y sus pequeños patios secundarios.
Eduardo de Vicente
00:24 • 24 mar. 2021 / actualizado a las 07:00 • 25 mar. 2021

Se fueron los alumnos, las aulas se quedaron desiertas y el edificio envejeció en un año como si hubiera pasado una década por él. Cuando el colegio Diocesano cerró sus puertas para trasladarse al Seminario de la Carretera de Níjar, la Plaza de la Catedral se quedó muda a esas horas de la mañana en las que los muchachos salían a tomarse el bocadillo a la puerta, y al mediodía, cuando al terminar las clases organizaban partidos de fútbol en la misma puerta de la iglesia. 



Aquel otoño de 1975, el vendedor ambulante que con su carrillo de madera se colocaba frente a la fachada principal del Palacio del Obispo con su cargamento de chicles, caramelos y cigarrillos sueltos, tuvo que buscarse otro escenario porque ya no estaban los muchachos que le compraban los ‘Ducados’ a medias, ni los niños que le entregaban el suculento botín de una peseta a cambio de dos barras de regaliz.



Recuerdo aquellos últimos años del Diocesano en la Plaza de la Catedral, cuando se resistía a asumir que los tiempos estaban cambiando, que la reforma de la enseñanza con la entrada en vigor de la Educación General Básica (EGB)  y el nuevo Bachillerato Unificado Polivalente (BUP), iban a terminar con la vida de aquel antiguo edificio que en sus días de mayor esplendor había acogido a los niños del Seminario. Hasta el final, el colegio del Diocesano intentó conservar sus señas de identidad: su alma de internado y su fama de colegio duro donde había que ganarse a pulso el aprobado.



Los niños del barrio, los que teníamos amigos que estudiaban en el Diocesano, solíamos colarnos, de vez en cuando, en el centro, aprovechando un descuido o la relajación del conserje. Era emocionante subir por las escaleras como un polizón y llegar hasta el gran patio del segundo piso, donde los internos solían jugar al fútbol colocando las porterías sobre la pared. 



Los recuerdos que conservo de aquellas escaramuzas son los de un colegio en decadencia, que sobrevivía anclado en un tiempo que ya no existía. Aún mantenía sus viejas estructuras basadas en una férrea disciplina y en la autoridad incontestable del maestro y su lección magistral. Recuerdo la figura del director, don Eduardo Navarro, tan temido por los estudiantes del centro como por los niños del barrio, a los que no dudaba en echarnos la bronca cada vez que nos sorprendía fumando en el tranco del colegio. Todavía formaban parte de la esencia del Diocesano los internos, jóvenes que en la mayoría de los casos venían  de los pueblos; muchos llegaban siendo niños y se iban convertidos en hombres. Los niños del barrio mirábamos a los internos con un sentimiento de compasión porque, mientras nosotros volábamos libres a todas horas, ellos estaban resignados a cumplir con unos horarios rígidos y a estar continuamente vigilados por los profesores. 



Cuando los internos y los llamados ‘medio pensionistas’ se retiraban a almorzar nosotros seguíamos jugando en la plaza y cuando por las tardes volvían al comedor para la hora de la cena, nosotros seguíamos allí, pateando un balón frente al templo. Después, cuando se hacía de noche, mientras que en nuestras casas veíamos el telediario en la única cadena que teníamos, los internos tenían que cumplir con un rato de estudio antes de irse a la cama. Aquella última generación que vivió el Diocesano fue la de la película Patton, que dejó una profunda huella en los alumnos del colegio. Los días que duró el rodaje fueron de fiesta para ellos porque la magia del cine los apartó de la aburrida rutina y en cierto modo relajó un poco las normas. 



El terrado del colegio y las ventanas que daban a la plaza se llenaban de miradas mientras los soldados y los tanques jugaban a la guerra.



En aquellos años el Diocesano seguía conservando su fama de colegio duro donde muchos padres enviaban a sus hijos con la esperanza de que allí “los pusieran rectos como una vela”, una ilusión que casi nunca se cumplía. Recuerdo que entre los mismos alumnos se hablaba con frecuencia de “los resabiaos”, para referirse a aquellos alumnos que se las sabían todas y que no se doblegaban fácilmente, ni temblaban ante la posibilidad de un castigo. Eran muy comentadas en el barrio las hostias del director, no las que repartía en las ceremonias de los domingos, sino las que, de vez en cuando, en ocasiones puntuales, daba para imponer su autoridad. Aquel Diocesano de los primeros años setenta tenía impregnado ese aire crepuscular que anunciaba el fin de una época, pero todavía olía a las onzas de chocolate que repartían en la merienda, al perfume de los pucheros que a media mañana se colaba entre los pupitres anunciando el menú del día, al tufo a cuartel que salía de las ventanas de los dormitorios cuando se abrían las ventanas de par en par.


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