Florentino, hijo de un perfumero, lleva ganando -no solo dinero- desde que nació: desde que sacó Caminos sin bajarse de la bicicleta, desde que se echó por novia a Pitina, la más guapa del barrio, desde que con 30 años era ya concejal del Ayuntamiento de Madrid por la UCD y al año siguiente presidente del viejo Iryda (Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario) cuando pateó alguna vez que otra el naciente Campo de Dalías, en la época en la que Juanito le ponía centros a Santillana (cuando aún se centraba en el fútbol, no como ahora que está mal visto).
Florentino, icono de la globalidad que representa el fútbol en el mundo ¡quién es un tal Pedro Sánchez a su lado en China! lleva triunfando desde que nació: desde que en tardes juveniles de domingo ganaba siempre al billar en todos los bares de Chamberí; desde que empezó a zurcir ese gran imperio que es la constructora ACS que factura 45.000 millones de euros anuales (en Almería, por ejemplo, Florentino realiza obras del AVE, sanea edificios, recoge basuras, da servicio a domicilio a mayores, limpia aviones etc.). El ingeniero Florentino gana siempre, siempre ha ganado. De él se ha dicho -como se dijo del Borbón- que es parte de la marca España en el mundo. “Florentino es un ser superior”, exclamó un día un abducido Butragueño, hijo de perfumero como su jefe.
Se empeñó en comprarse la gigante Dragados en Bolsa con una OPA y la compró, enfrentándose a miles de pequeños accionistas que se consideraron estafados y a los que algunos periodistas inocentes le dieron voz, lo que molestó a Dios (como le apodaban entonces): “He oído que te marchas a Almería, León, quédate por allí un tiempo”.
Era Floro, aquel Floro, con la voz menos aflautada que ahora en las madrugadas de Pedrerol, el hombre que si iba a La Vegas siempre le habría ganado a la banca y que, cuando fue elegido presidente del Real Madrid, convirtió el palco del Bernabéu en el mayor centro de negocios del país, como el Templo de Jerusalén se convirtió en pasto de los mercaderes. Nunca quiso mucha gente a su lado en la empresa, Florentino. No tenía ni jefe de prensa: en su prominente despacho de Pío XII, en Chamartín, reinaba en un reino sin súbditos su secretaria Conchita, que era el fielato que tenían que pasar los periodistas económicos para acceder a Dios: si le caías bien a Conchita, le caías bien a Florentino.
Siempre ganando Florentino, desde que nació hace 74 años, hasta ahora; ganando tanto que nunca pensó en perder; siempre ganando en los negocios, en el fútbol, en la vida; siempre ganando, hasta que se enfrentó, sin saberlo, a los sentimientos, a las emociones; siempre ganando Florentino hasta esta semana, que quiso ir más allá, como cuando a Alejandro le dijeron sus generales, ¡detengámonos ya, Magno! y él siguió y siguió hasta que llegó a La India y fue derrotado por los elefantes.
El fútbol es, por encima de todo, sentimiento de pertenencia, emoción pura y tribal -hay gente circunspecta, sensata, que de pronto enloquece en un partido, que pierde la vida por una camiseta, por un escudo-. Es así. Si Descartes, el ser más cuadriculado de la historia, hubiese sido del Atleti, cada semana por un rato aparcaría la teoría cartesiana para gritarle como un loco al árbitro del VAR. No se le pueden poner puertas al fútbol, a la emoción de un niño: recordaré para siempre cómo viajaba cien kilómetros con mi padre hasta el Franco Navarro para ver aquellos partidos del Almería de Rolón y Murúa en Primera División.
Ese proyecto de Superliga, de caseta elitista sevillana, que hemos conocido esta semana -parece que sin vuelo ya- hubiera fracasado al poco tiempo. Hasta los mejores partidos cansan si siempre se repiten, como cansa el caviar y el champán si se toma todos los días: un Madrid-City es un espectáculo porque es aleatorio que se produzca, pero si se reedita todos los años, fatiga. Y el fútbol no se acaba si no se pueden fichar estrellas; si no se pueden pagar sueldos de 15 millones, páguense 500.000 euros; si todo baja, todo baja. Nada hay más emocionante para un aficionado que un futbolista competente y barato surgido en la propia cantera.
Ingeniero, no intente cambiar los principios fortuitos del fútbol por métodos cartesianos, no enjaule el fútbol como a una fiera, ese juego que emociona a los mayores intelectuales sin saber por qué, que hizo llorar de alegría igual a un anciano que a un niño cuando un muchacho flaco de Fuentealbilla pegó aquel zapatazo en la tele hace ahora once años.
El fútbol es un negocio desde hace mucho tiempo, un negocio corrupto a veces, bajo el manto de la UEFA y de la FIFA. Y los clubs deben tener más protagonismo en el negocio que generan. Pero no por ese camino de convertirlo en un exclusivo Club de Fumadores sin renovación de aire, sin espacio para la sorpresa: las cosas más bonitas son las que suceden cuando no tienes ni idea de que vayan a suceder.
No todo es dinero, ingeniero. Aquí sigo -como me recomendó- en Almería. (Recuerdos a Conchita).
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