Antonio González García fue aquel peatón postal que llevaba todos los días las cartas de la estafeta de Garrucha a Mojácar y Carboneras a principios del siglo XX. A lomos de un asno, con la valija de cuero colgando en bandolera y su gorra de plato, trotaba cada mañana por el camino de las barranqueras con todo ese arsenal franqueado que otro cartero rural como él había acercado el día antes desde el ferrocarril de Zurgena hasta las carterías del distrito.
Antonio llegaba a la Plaza Nueva y como un Hermes mensajero de los dioses hacía sonar su silbato para a continuación pregonar los nombres de los destinatarios de las epístolas, quienes salían a la calle atraídos por ese émulo de flautista de Hamelín: fulano de tal, carta del hijo que hacía la mili en Las Filipinas; mengano de cual, carta de su hermano emigrante en Orán. El peatón, en muchos casos, tenía que leer al receptor esas cartas de letra apretada, llenas de añoranza y hasta contestarlas de su puño y letra a cambio de una propina, en un tiempo en el que más de la mitad de la población no sabía leer ni escribir. Incluso voceaba los titulares de la prensa del día y daba las noticias de los muertos y nacidos en los pueblos de alrededor.
Era el cartero rural el enlace diario que tenían los pueblos y aldeas con el exterior; el que llevaba cartas de amor perfumadas de lavanda con un mechón de cabello de la novia en su interior para que el novio las leyera con el corazón palpitante en una trinchera de la Guerra del Rif; o las que, con un ribete negro, anunciaban la defunción de un pariente lejano; cartas de emigrantes que llegaban de Alemania con sellos exóticos y olor a fábrica de salchichas; cartas que atravesaban el mundo y que podían cambiar una vida; cartas de un tiempo remoto que viajaron en carruaje y después, con la modernidad, en trenes, en barco o en avión; cartas que nunca llegaban ¿Hoy tampoco hay nada para mí Antonio?”, preguntaban algunas mujeres en esa plaza mojaquera, mientras les afloraba una lágrima de desazón, como a aquel coronel de García Márquez que se murió esperando que alguien le escribiera.
El oficio de mensajero de nuevas, recorriendo caminos y veredas se hunde en la noche de los tiempos: el resultado de la batalla de Lepanto tardó veinte días en llegar a Madrid. Las empresas y casas comerciales más grandes de la provincia solían tener un empleado denominado ‘propio’ que llevaba recados y avisos a sus clientes y proveedores.
Fue el rey Carlos I quien funda y concesiona el servicio de Correos en 1528 a la familia Tassis que lo mantienen hasta el siglo XVIII. Y en 1756 es cuando Fernando VI creó un cuerpo de carteros con casaca azul y chupa encarnada que repartían la correspondencia por todo el país mediante caballería de postas. El maestro de postas se encargaba de mantener el servicio de los caballos, su alimentación y lugares de abastecimiento y descanso. En 1850 se crea una flota propia de transporte y nace el sello como medio de pago y franqueo. En ese tiempo, hasta Almería tardaba tres días en llegar el correo de Madrid en sacas de yute.
En Almería, la primera Administración Central de Correos como tal estuvo situada en Conde Ofalia junto al Convento de los Dominicos, cuando se le llamaba entonces ‘Plaza del Correo’. Hasta que a finales de los años 20 se trasladó, junto con Telégrafos, al viejo Palacio del Colegio de Jesús que llevaba cerrado desde 1917 y cuyas antiguas aulas se dedicaron desde entonces a la clasificación de la correspondencia y en la fachada se esculpió la cabeza de un felino de bronce con las fauces abiertas a manera de buzón.
De esos tiempos se recuerdan nombres de carteros como Damián González Pardo o Rogelio Toril y anterior a ellos Facundo Valverde y José Toscano como administrador. Desde el siglo XIX, la correspondencia se echaba en los buzones que había en los estancos y había correo en diligencia desde Almería a Murcia y Madrid, Granada, Adra y Berja, Huércal y Pechina y Níjar. En 1882 se habilitó el vapor correo Victoria que hacían la ruta a Orán.
El vistoso palacete diseñado por Trinidad Cuartara para colegio, reconvertido en Casa de Correos se iba quedando pequeño para la función postal y en 1967 se echó abajo para alzar un nuevo edificio mastodóntico más feo que Picio -aún sobrevive desvencijado- que fue inaugurado por los príncipes en 1970. Había unos ochenta carteros laborando entonces para cubrir 32 barrios de la ciudad. Entre ellos, José Catena, José de Haro, Joaquín del Aguila, Antonio Galindo, Gabriel García, Francisco Cantón, Francisco Trujillo, Joaquín Capel, Pedro Llorente, Paco López, Antonio Ruescas, Antonio Arjona, Juan Membrives, Aurelio Espín, Francisco Almansa, Andrés Cervantes El Bochao (padre del periodista Cristóbal Cervantes) y una de las primeras mujeres que fue cartera, Carmen Giménez Trujillo, hija del jefe de Dalías. Como jefes actuaron, entre otros, Ramón López, Antonio Rigaud, José Cárdenas, Carlos de Torres, cuya vivienda estaba en la planta de arriba, y Antonio Castilla como jefe de telégrafos hasta que se fusionaron Correos y Telégrafos en 1978 (era mucha la rivalidad entre los funcionarios de ambos cuerpos, al punto que los primeros llamaban a los segundos los ‘Pequeños’ y éstos a aquéllos ‘Arrastrasacas'). La plantilla tenía su cuartel general de desayunos en el cercano bar Las Vegas y acudían para repartir a los barrios más lejanos en bicicleta.
Había un pabellón postal en la Estación de tren para la correspondencia, por donde llegaba todo, desde los rollos de las películas de cine hasta las cintas de las radio novelas. Los autobuses Alsina actuaban también como Correo.
Como en una tela de araña, había peatones postales desplegados por todos las villas y anejos de la provincia: por ejemplo, Cuevas-Herrerías-El jaroso; Dalías-Balerma-Celín-El Ejido; Garrucha-Mojácar-Carboneras; Gérgal-Fiñana; Huércal-Overa-Almajalejo-Góñar; Albox-Arboleas-Taberno-Estación del Almanzora; Alhabia-Santa Cruz; Bentarique-Terque.
Entre los peatones pioneros estaban Antonio Rodríguez, que llevaba las cartas de Vera a Garrucha por un suelo de 625 pesetas anuales más las propinas. De Los Gallardos a Bédar fue contratado de peatón en 1907 Ginés Torres Martínez y del Ventorrillo La Gangosa a Vícar y Félix se encargaba Diego Carretero Vizcaíno. En algunos casos eran destinos civiles para sargentos y licenciados del Ejército.
Cada pueblo almeriense tenía -y tiene, aunque con otra liturgia- sus repartidores de cartas, que eran como iconos del vecindario, protagonistas de todo un mundo de anécdotas forjadas en un trabajo rutinario y entrañable. Muchos de ellos habían hecho prácticas iniciales en Cataluña -sobre todo en Badalona, cantera de carteros almerienses por excelencia como el cantante ejidense Manolo Escobar- quienes después volvieron a tomar posesión de sus destinos en la provincia.
Huércal-Overa fue uno de los primeros municipios en contar con estafeta de Correos en 1843 que recibía las sacas en galeras aceleradas y en diligencias procedentes de Lorca, antes de que llegaran por tren en la línea Lorca-Baza. Su primer administrador fue un tal Vicente Mena Ballesta y uno de sus carteros, Silvestre Martínez, consiguió en 1884 la Cruz de Beneficencia al salvar a un anciano junto a la Venta Ochavo en una riada cuando caminaba por el cauce con rumbo a Vera para visitar a su hija. También trabajó en esa oficina el somontinero Antonio Navío quien recuerda cómo llegó a aprenderse de memoria todos los pueblos de España para aprobar las oposiciones. Navío recuerda cómo un compañero que tenía que cubrir la cartería de Urrácal hasta el Campillo de Purchena le obligaron a comprarse un caballo para el transporte porque así estaba establecido por contrato. Como se caía de continuo y siempre estaba de baja, Correos le autorizó a que hiciera el reparto en coche, pero el cartero ya no quiso. “Prefería tropezar y quedarse una semana de baja”, relata Navío.
José Antonio Cruz Echeverría se dedica ahora a recoger las habas de su bancal tras cuarenta años de servicio de cartero en Almería y Purchena. “En Almería recuerdo que había que llevar los zapatos brillantes y presentarse bien afeitado por las mañanas, como en la Mili”. Cruz se hospedaba en la Pensión Úbeda, en la calle Berenguel e iba a comer callos con garbanzos a la Pensión El Pilar. “Entonces el cartero era una persona de confianza para las familias, yo me encargaba del reparto en las Quinientas Viviendas y en verano siempre había un botellín de cerveza para mí en algunas casas”.
José Gilabert, de Cantoria, fue jefe de la oficina técnica de Tíjola de la que dependía la cartería de Serón donde estaban José Corbalán Arrieta y Pedro Sánchez Llorente y la de Bacares, con Juan Sola.
Francisco Torregrosa, en la oficina de Albox, empezó de aprendiz repartiendo telegramas con quince años. Estaba abonado a las comisiones de servicio que era una manera de aumentar un poco el sueldo que siempre se veía escaso. “Había veces que se ganaba más con las dietas que con la nómina principal, sustituyendo a titulares de otras oficinas por traslados, bajas o vacaciones”.
En la oficina de Albox eran expertos en descifrar las cartas que venían sin destinatario definido: “Una vez entró una carta en la oficina con la única seña de ‘Se venera en el altar mayor, pero éste tiene un taller’. Pasaron varios días hasta que caímos en la cuenta de que era un vecino al que llamaban Domingo el Santísimo, que era mecánico”. Torregrosa compaginó durante muchos años el trabajo en la oficina de Correos con el de corresponsal de prensa del Ideal. Su esposa, Ana Carmona, también fue cartera en el pueblo. En la Central de Cibeles en Madrid se creó un cuerpo de ‘Clasificadores Sabios’ para descifrar las cartas que llegaban en modo jeroglífico.
En la oficina de Vera, entre otros empleados, trabajaron Félix López y su hijo Melchor López y como jefes Jesús Pelegrín y Miguel Almansa. Varias anécdotas se recuerdan en esta estafeta levantina: una de ellas fue cuando en el verano de 1983 llegó un empleado en prácticas y le encargaron la entrega de la correspondencia diaria al empleado del Ayuntamiento, por supuesto, advirtiéndole que no se la podía entregar a cualquiera. Un día llegó un chico joven que pidió recogerla y el empleado desconfió. El encargado de la oficina, José Antonio, bajó a mirar quién era y le dijo: “Si, a ese si puedes dársela, es César, el alcalde”.
Entre una nómina interminable de profesionales de Correos, imposible reproducir en su totalidad, en Los Gallardos estaba Andrés Torres, padre de Antonio Torres, exdirector de Canal Sur; en Garrucha, entre otros, los hermanos Pedro y Antonio González, Juan el de don Ginés, José Lázaro o José López Daza; en Pulpí, Luis Cáceres; en Albox, Juan Lázaro; en Bédar, Ramón Rubio (bisabuelo del crack del baloncesto Ricky Rubio); en Mojácar, el Roro; en El Ejido, Antonio Manzano. En Gérgal, Sebastián Pérez García, el que fuera ilustre preboste político, senador del Reino durante el siglo XIX, que inició su carrera profesional como humilde cartero rural, como fiel exponente de uno de los oficios más bellos del mundo: el de traer y llevar noticias de la gente a otra gente.
Seguimos viendo carteros por nuestras calles, ahora de amarillo, como antes los veíamos de azul o de gris, ya sin esas pesadas carteras de cuero sobre los hombros sino con carritos como los de ir al súper; seguimos viendo carteros por nuestra ciudad, por Almería, entrando en nuestros edificios, metiendo cartas en nuestros buzones, pero ya no llaman dos veces -ni siquiera una- ni llevan cartas de amor perfumadas en la saca, como aquellas que leía el cartero mojaquero, ya no traen postales de almerienses de vacaciones en Roma, ya solo portan recibos de los bancos y avisos de multas.
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