La playa más popular, la más democrática, era la de las Almadrabillas. Las playas de San Miguel y Las Conchas tenían un aire más clasista porque era una zona que había sido colonizada por la burguesía local que en los años veinte empezó a construirse sus viviendas de verano en aquel trozo de litoral que llegaba hasta el Zapillo.
La zona de las Almadrabillas tuvo sus años de esplendor cuando se puso de moda el balneario de Diana, pero después de la guerra recobró su condición de playa obrera y de gran solar donde lo mismo tenía cabida un circo que una verbena.
Todo parecía pasado de época en aquel páramo al que se llegaba atravesando el viejo puente de piedra que cruzaba el último tramo de la Rambla. El puente conservaba la vieja vía del tren que unía la estación con el puerto, que se convertía en un suplicio para los niños cuando atravesaban la pasarela en bicicleta.
Todo era desorden, como si de pronto llegaras a un territorio sin ley. Así era aquel trozo de la playa de las Almadrabillas, un escenario frío y destartalado, con una pequeña cala pegada a los hierros del Cable Inglés donde estaba prohibido bañarse, aunque todo el mundo se bañaba. Allí iba a morir la Rambla que cruzaba el centro de Almería, por lo que cada vez que caía una tormenta, la playa terminaba convertida en un delta repleto de los despojos que el agua iba arrastrando. En épocas de sequía, que era la mayor parte del año, ese último tramo de la Rambla, entre el puente y la playa, era utilizado por los jóvenes como campo de fútbol.
La playa de las Almadrabillas era un lugar solitario en invierno, un buen escondite para las parejas de enamorados y para los mirones que siempre estaban al acecho. En los veranos, la zona se transformaba y se convertía en la playa oficial de los barrios más humildes de la ciudad. Seguía siendo un escenario sucio y desmejorado, sin más atractivo para pasar el día que la presencia del mar, pero allí íbamos todos los domingos a rebozarnos con la arena y a tostarnos al sol con el convencimiento de que ponerse moreno era saludable.
Nunca tuvieron mejor sabor los humildes bocadillos de sobrasada que en aquellas tardes de playa, cuando con las manos llenas de arena y los pies manchados de alquitrán, devorábamos la merienda debajo de los hierros del cargadero. Los baños de mar, aunque fuera en una playa tan pobre como aquella, te abrían el apetito de verdad, por lo que casi todos los niños salíamos con mejor aspecto del largo verano.
La playa de las Almadrabillas se transformaba a finales del mes de agosto, cuando empezaban a llegar los feriantes. Aquel descampado era el sitio perfecto para que aparcaran las caravanas de las atracciones que montaban en el puerto. Por unos días, la explanada más retirada de la playa se convertía en una pequeña ciudad donde reinaban los feriantes a sus anchas. Allí montaban sus viviendas sobre ruedas y allí íbamos los niños callejeros a mirar, sorprendidos por aquella forma de vida de los viejos buhoneros.
Nos gustaba contemplar cómo se afeitaban los hombres al aire libre, cómo tendían la ropa como si estuvieran en el patio de su casa y sobre todo, lo que más nos atraía, era descubrir a alguna muchacha lavándose con una manguera sin más prendas encima que la ropa interior. Para nuestros ojos hambrientos tenía mucho más pecado un sujetador y unas bragas que un bañador reglamentario, de los que estábamos habituados a ver en la playa. A la playa de las Almadrabillas también llegaban los circos de la feria, que solían ser más importantes que aquellos otros circos que venían a pasar el invierno. Los circos de la feria traían el prestigio de las grandes ciudades y se anunciaban a bombo y platillo por las calles después de haber triunfado en Madrid, en Sevilla y en Málaga, que eran plazas mayores.
La presencia de un circo en aquella llanura transformaba el paisaje de la playa y por unos días teníamos que acostumbrarnos a convivir con el olor de los excrementos de las fieras y con el perfume de las boñigas de los caballos. La primera tarde lo pasábamos mal a la hora de la merienda, pero al día siguiente ya nos habíamos acostumbrado a las fragancias que nos regalaba el maravilloso mundo del circo.
La feria terminaba y con ella también se iba el verano. El día después, aquel lunes siniestro en la que la vida nos devolvía a la cruda realidad, los niños solíamos recorrer todos aquellos lugares donde habían estado instalados los feriantes en busca de algún pequeño tesoro que se les hubiera olvidado. Siempre encontrábamos por el suelo algunas monedas perdidas entre la arena que recogíamos como si fuera un gran botín. Qué sensación de soledad nos producía la playa cuando se iban los feriantes y cuando ya no quedaba ni la sombra remota del último bañista.
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