El teatro soñado cumple 100 años

Un siglo del mayor coliseo de la ciudad donde han llorado y reído generaciones de almerienses

Grupo de Teatro de Aficionados en la función benéfica ‘La Educación de los Padres’, a comienzos de los años 30.
Grupo de Teatro de Aficionados en la función benéfica ‘La Educación de los Padres’, a comienzos de los años 30.
Manuel León
10:47 • 09 may. 2021

Manolo Cuesta recuerda cuando de niño jugaba con su amigo Claudio Pimentel- el nieto de la guardesa del Teatro Cervantes- entre las bambalinas del coliseo almeriense; aún le vienen a la memoria, al dueño de la Plaza de Toros de Almería, recuerdos de cómo correteaban por el silencioso patio de butacas, cómo merendaban bajo los búcaros y las máscaras griegas, cómo subían a la terraza de la gran obra de López Rull a  ver la ciudad rendida a sus pies.



Por estas fechas hace ahora cien años, el Cervantes, el Teatro soñado por nuestros antepasados, ajustaba los últimos detalles para su gran inauguración. Habían pasado casi 60 años desde que la idea surgió por primera vez en la cabeza de un grupo de empresarios para que Almería contara con un émulo del Teatro Cervantes de Málaga o del Romea de Murcia.



Desde que la aspiración se hizo realidad- una tarde de sábado 16 de julio de 1921- el Teatro de Cervantes se ha ido convirtiendo en un santo y seña de Almería, apostado ahí, como un galeón varado a cuatro calles, como una de las obras de arquitectura más emblemáticas de la que pueden presumir los almerienses, a pesar de que en 1973 -aunque sea difícil de creer- a punto estuvo de ser derribado y adjudicado a la empresa Ofitesa para construir apartamentos.



Cuánta vida destilada entre esos muros de cantería en sus primeras diez décadas, cuánto arte en ese escenario, cuántos diálogos de ficción, cuántos nervios en los camerinos, cuánta alegría en los bailes de carnaval, cuanto cine mudo allí proyectado, cuántos espectáculos de variètes y números de magia,  cuántos mítines del proletariado durante la Guerra. 



La historia del Cervantes es la historia de los almerienses, la historia de su tiempo libre, de su diversión, de la alegría de unas horas de evasión de los días rutinarios, del trabajo en el campo o en la mar. El momento en el que, al entrar por esas puertas abigarradas y pisar esos pasillos alfombrados, las modistillas olvidaban la aguja, el alarife el marro, el camarero la comanda, el comerciante la lista de deudores, el parralero el precio de la uva, el estudiante los suspensos. 






Allí se olvidaba todo, en el Cervantes, porque durante años y años ha sido el lugar donde todos éramos y somos iguales bajo un mundo de fantasía, llorando con una película, riendo con una comedia, codiciando un vestido durante una fiesta de fin de año. No ha habido ni hay en la ciudad ningún otro espacio comparable a ese Teatro  gigante de más de 2.000 metros construidos sobre el viejo boulevard de la ciudad burguesa.



El primer hito de su densa cronología, siguiendo a quien fue su archivera Carmen Ravassa, fueron unos planos para un nuevo teatro que esbozaron un día de 1857 los señores Jover, Burgos y Spencer y que iban enseñando a sus amistades sin muchas aspiraciones. En esa época un Orozco acababa de derribar las murallas y amanecía un nuevo Paseo sobre la antigua Alameda. Almería solo disponía de un espacio escénico, el Teatro Principal, inaugurado intramuros en 1829 por Antonio Miguel de Campos, sobre lo que hoy es la Casa de Los Rodríguez y el Banco Español. Después llegaron también el Variedades, sobre lo que hoy es la Agencia Tributaria; el Trianon, en la Plaza Circular; Las Delicias, junto a la calle del Mercado; El Apolo, en Obispo Orberá; el Teatro Calderón, en San Pedro el Viejo, pero ninguno comparable al consagrado al mayor escritor en letra castellana, que la ciudad esperó durante décadas como se espera la llegada de un hijo largamente deseado.


Esos planos iniciales, de vocación romántica, calaron, por tanto, en ese grupo de amigos de patillas hasta el cuello y paletó sobre los hombros: Juan Cassinello Baglietto dirigió en 1862 una carta a los que quisieran participar en la empresa de erigir un teatro de altura. Y respondieron que sí 60 señores que fueron el germen de la ‘Sociedad Propietaria y Constructora del Teatro de Cervantes’ que se fundó con una capital de 800.000 reales suscrito en acciones de 4.000 reales cada una, bajo la presidencia de Rafael Carrillo. Decidieron adquirir un solar al industrial José Duimovich y otro terreno a la Hacienda pública producto de la desamortización a los Dominicos, donde había estado un antiguo baluarte de la muralla.


Se buscó un arquitecto, pero no fue fácil. Francisco Jover viajó a París y allí consiguió el compromiso de José Marín-Baldo de hacer el proyecto para 1.800 localidades, palcos y plateas. Se realizaron los planos y en 1866 se colocó la primera piedra y se realizaron los cimientos. Después hubo problemas financieros que se eternizaron treinta años: emisión de pagarés, fuga de socios, falta de fondos. Para sacar algún dinero, se arrendó el solar al empresario Manuel Bergés que   instaló un barracón de madera denominado Teatro Novedades que funcionó desde 1883 a 1913, mientras que el Teatro de verdad no llegaba.


A partir de 1898 adquirió un impulso con el nuevo proyecto de Enrique López Rull y se fueron acelerando las obras, al tiempo que entraba savia nueva en la Sociedad con los Balmas, Langle y Sánchez Entrena. Se fueron salvando cientos de escollos y se firmó un contrato de alquiler con el Círculo Mercantil que había puesto sus ojos para su sede en ese nuevo edificio modernista que ya empezaba a enseñorear el boulevard con sus mármoles, sus columnas jónicas, sus vigas ungidas en los Altos Hornos de Vizcaya, sus cortinajes de Cataluña, su solería sevillana, sus górgolas con leones alados. Un prodigio del maestro almeriense de la arquitectura que aún perdura casi como el primer día.  Con el tiempo, la Sociedad Constructora del Cervantes y la Sociedad del Círculo Mercantil e Industrial se unificaron y son actuales propietarios de tamaño inmueble. 


Aquel día de julio de 1921 se cumplió por fin un sueño: el de cientos de almerienses que se ilusionaron con el proyecto durante décadas, muchos de los cuales se fueron a la tumba sin verlo terminado. Esa noche de estreno, el patio de butacas, las plateas, los palcos estaban a rebosar. La primera obra fue 'La sombra de Cervantes' de la Compañía de Morano, original del almeriense David Estevan, y a continuación, La Calle de la Montera, de Narciso Serra. Unos meses después actuó la llorada actriz de la calle Almedina, Conchita Robles, quien un jueves 19 de enero de 1922 hizo el papel de Currita en 'El Centenario', una obra de Alvarez Quintero, en su Almería natal, y el sábado 21, cayó abatida sobre las tablas por los disparos de su marido, mientras representaba el papel de protagonista en Santa Isabel de Ceres, de Alfonso Vidal. El Cervantes pasó luego a ser arrendado por Isidoro Vértiz,por  Juan Asensio, cuando el cine le ganó la batalla al teatro, y ahora- renacido como un ave fenix-  gestionado por Kuver Producciones, en un nuevo tiempo en el que han cambiado los protagonistas, en el que ya no está el mago Trik ni Los Chimberos, ni se estrena la Policía montada del Canadá; ahora -con permiso del virus- reinan con sus chistes gloriosos Céspedes y Calavera o los tributos a artistas legendarios o clásicos musicales como La Cenicienta.


En sus butacas se han sentado  en este siglo de vida, desde Madame Curie al maestro Rubinstein, desde Franco a Suárez, desde Alberti al recién dimitido Pablo Iglesias y en sus tablas han actuado desde María Guerrero  a Andrés Segovia, desde Lola Flores a Caracol. 


Está ahí, sigue ahí, el Cervantes, pero pudo haber no estado, si no hubiera sido porque hubo almerienses que apretaron, que no se conformaron con un no; sigue ahí victorioso el Cervantes, ahora en manos de un Curro, como un homenaje a la constancia almeriense, como una excepción que quiebra el mito de que esta tierra fue solo y nada más que esparto, legañas y desidia.



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