La religión podía ser una asignatura enclenque o una forma de entender la vida según el escenario en el que uno estudiara. Los alumnos de los centros educativos cristianos como La Salle, la Compañía de María o las Jesuitinas, tenían que convivir con la fe constantemente porque formaba parte del espíritu del colegio.
Sin embargo, los niños que estudiábamos en colegios más terrenales acabábamos admitiendo la religión como una materia blanda que no llegaba a alcanzar el estatus de las asignaturas consideradas importantes. Eran los propios maestros los que con desgana y flojera se encargaban de ejercer de sacerdotes. Se puede decir que para la mayoría de estos improvisados profesores de religión su objetivo era no complicarse demasiado la vida con cuestiones teológicas, por lo que se remitían al catecismo, que era el gran libro de texto de la asignatura y a que nos aprendiéramos de memoria aquel compendio de historias y oraciones que estaban a mucha distancia de nuestra capacidad de comprensión.
Hubiera sido lo mismo que nos hubiéramos aprendido todas aquellas oraciones en latín, ya que no nos enterábamos de lo que estábamos diciendo y los maestros tampoco ponían de su parte para que la asignatura tuviera una pincelada de pedagogía.
Lo mejor de la asignatura de religión eran los dibujos del libro, aquella pintura impresionante que representaba a Caín matando a Abel, y el álbum de estampas del Antiguo Testamento que coleccionábamos con verdadera fe.
Recuerdo que los niños de entonces mirábamos la religión con la misma distancia con la que veíamos a sus personajes. Aquel catolicismo, que empezaba en nuestras casas y se prolongaba después en el colegio, tenía su propio elenco de actores entre los que nos encontrábamos nosotros, ocupando el último de todos los escalones.
En lo más alto de la pirámide aparecía Dios, que para nosotros era como decir el todo, el universo, un ser tan inmenso que no tenía ni voz ni rostro. Después de Dios venía Jesucristo, que de forma instintiva lo relacionábamos con el crucifijo que teníamos en la pared principal del dormitorio de nuestros padres. Después de Dios y de Jesucristo aparecía el Señor, que era mucho más cercano y formaba parte de nuestro vocabulario diario.
De noche, cuando nos metíamos en la cama, le rezábamos siempre una oración al Señor, el mismo al que le pedíamos que nos echara una mano en los exámenes o que ganara nuestro equipo el domingo. A ninguno se nos ocurría rezarle a Dios, porque nos quedaba muy lejos y dudábamos de que nos pudiera prestar su atención.
Después estaba la Virgen que era como una madre global a la que nuestras madres le pedían los pequeños milagros de la vida cotidiana y a la que todos los años, por el mes de mayo, los niños le llevábamos flores al altar del colegio. El escalafón de la fe lo cerraba la figura del Niño Jesús, que para nosotros era como un hermano pequeño que nos acompañaba en la soledad de las mesitas de noche.
Aquella era una religión que aparecía tímidamente en los colegios, se agrandaba en los templos y se desvanecía como el humo en las calles.
Cuando los niños entrábamos en la iglesia nos transformábamos en auténticos santos ajenos al pecado y a sus tentaciones. Sin embargo, cuando volvíamos al barrio y a los amigos de la calle, todos aquellos consejos y todos los miedos que nos regalaban los sacerdotes se quedaban en el limbo.
Nosotros, los niños de los años setenta, fuimos la última generación de los crucifijos en los colegios públicos, los últimos a los que les contaron la historia del infierno, del fuego eterno y el cuento de la ceguera y los tocamientos impuros.
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