Tenía en la cara la huella que le había dejado la viruela, aquella maldita enfermedad que sembraba la muerte en los más pobres o te dejaba su sello para siempre.
Su rostro era irrepetible, marcado por las cicatrices del virus y por unos ojos pequeños que se asomaban al mundo con un gesto de timidez permanente. Además tenía la nariz torcida como todos los boxeadores de su época. Bastaba con mirarlos a la cara para saber que eran boxeadores.
Juan Rodríguez fue todo un personaje. Posiblemente, no había nadie en la Almería de los años sesenta que no lo conociera. Por aquel tiempo ya había iniciado su carrera como puntillero de la Plaza de Toros, que le sirvió además de para ganarse una paga extra en los días de feria, para hacerse más popular.
Juan Rodríguez era de familia humilde. Su madre trabajaba en el matadero y el niño se crió en aquel ambiente donde no le fue fácil conjugar su cariño hacia los animales, especialmente con los toros, con un oficio que se resumía con la palabra muerte. Esa contradicción con la que chocaba en su trabajo la aclaró él mismo diciendo que prefería el oficio de puntillero porque era más humano que el del matadero. Cuando en la Plaza de Toros le llegaba el momento de coger el arma y salir en busca del animal se sentía aliviado porque con un toque certero terminaba con el sufrimiento del toro herido. En el matadero todo era más mecánico, más frío, un ritual de fábrica en el que nunca llegaba a conocer el nombre de la víctima, como sí ocurría en la plaza. Su obsesión era la de acertar a la primera con la puntilla para no prolongar el sufrimiento.
Juan fue uno de aquellos jóvenes de la posguerra que saltaron desde el anonimato del barrio pobre y la subsistencia al umbral de la fama gracias a su presencia en la Plaza de Toros y sobre todo, por sus triunfos en el mundo del deporte. Un día empezó a frecuentar el gimnasio donde se entrenaban los púgiles almerienses de la época y se quedó atrapado en aquel ambiente donde se forjaban los héroes locales.
Él siempre contaba que llegó tarde al boxeo. Que tenía más de veinte años cuando empezó a intercambiar los primeros golpes de verdad sobre la lona del ring, pero que tuvo un aprendizaje rápido, tanto como la necesidad que apretaba por aquellos años.
Eran los años cuarenta y había hambre y mucha pobreza y muchas ganas de salir adelante y mucha necesidad de soñar. El boxeo fue el sueño compartido de una generación de muchachos que encontró en el deporte la posibilidad de hacerle un quiebro a la pegajosa miseria de aquel tiempo.
El boxeo fue una fábrica de héroes de barrio más importante que el fútbol, por su carácter individual. Un día te subías al ring, ganabas una pelea y tu gesta pasaba a esa leyenda no escrita de los dioses anónimos. Un día, después de una victoria aparecía tu nombre en el Yugo y entonces ya eras un personaje importante, de los que se sentaban en un café del Paseo con el traje limpio y la corbata planchada.
Un día ganabas tu primer sueldo, las primeras monedas que te hacían olvidar la herida de la ceja y el destino irremediable de tu tabique nasal que empezaba a torcerse para siempre. La primera vez que ‘el Pulga’ se subió al cuadrilátero se llevó una bolsa de cinco duros, que entonces era más de lo que podía ganar en varias semanas de trabajo. Los triunfos se sucedieron en su carrera y llegó a ser campeón de España y a conseguir ahorrar algún dinero con los golpes.
Decía Juan Rodríguez que él había sido un buen fajador y no le faltaba razón. Su destino fue fajarse, tanto con la vida como con los rivales que tuvo enfrente. Fajarse para sobrevivir en aquella Almería donde el sol no salía siempre para todos.
Como no era un púgil de una técnica exquisita ni de golpe contundente, echaba mano de la astucia y de la ratonería y se fajaba a fondo, se pegaba al contrario buscando esa mano ganadora que impactara en el hígado perdedor. Así fue ganando muchos combates y haciéndose un nombre. Un día, según cuenta el ilustre historiador Juan Ortega, le tocó pelear con el mítico José Legra, que vino a Almería a medir sus fuerzas con nuestro Juan Rodríguez. Legra, que tenía sus colaboradores que le informaban sobre las características del adversario, saltó al ring sabiendo que tenía que guardar las distancias, llevarlo lo más lejos posible. Fue una pelea desigual que dejó al querido ‘Pulga’ hecho un Cristo.
Juan fue un boxeador tardío en todos los sentidos: llegó tarde al oficio y nunca llegó a dejarlo del todo porque estuvo peleando hasta los cuarenta años y cuando colgó los guantes se convirtió en el preparador de sus hijos y en uno de los responsables de que Juanito Rodríguez consiguiera una medalla en las Olimpiadas del 72.
A pesar de sus éxitos, Juan Rodríguez no se hizo rico con el boxeo y tuvo que seguir trabajando en el matadero hasta su jubilación. Todos los años, por feria, aparecía en la barrera de la Plaza de Toros vestido de faena, dispuesto a ahorrarle el sufrimiento al animal con su certera puntilla.
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