Juan Cazorla Plaza era un almeriense curtido en lluvias y soles, con la vida partida por la mitad entre el fragor del obrador y el tránsito por las callejuelas de la antigua ciudad moruna. Era un ambulante almeriense, un titiritero de ambrosías, pero sin el acordeón de Francisco el Hombre, sin pito alguno para llamar la atención del vecindario. No lo necesitaba Juan, un confitero de frondoso bigote y gorra color vinagre que tenía su establecimiento en el altozano de la calle Restoy, junto al coso que inauguró Lagartijo, y que se puede considerar el antecedente más remoto de las actuales motocicletas de Uber o Deliveroo.
Juan, que había aprendido el oficio en el horno de Miguel Zea Verdegay, era el patrón de La Mallorquina, aquella pastelería decimonónica almeriense, más vetusta que La Dulce Alianza de Miguel Mateos (1888) y El Once de Septiembre de Francisco García Molina (1891), aunque no tanto como La Sevillana de Santiago Frías Lirola (1866). El confitero aprovechó el tirón que tenía en esa época el establecimiento del mismo nombre que abría sus puertas al público en la calle Mayor de Madrid desde los mismos tiempos de Luis Candelas.
La Mallorquina inició la fabricación de dulces a principios de la década de los 80 del XIX apostada en la calle Ricardos número 3, detrás del Teatro Principal, que ocupó esa manzana hasta su derribo para convertirse en la casa de Los Rodríguez y sede del Banco Español de Crédito. Allí surtía a esos almerienses de chaleco y sombrero calañés de turrones finos, mantecados de almendra y roscos variados por el módico precio de cuatro reales la libra, cualquiera que fuese el producto. Fue así, el confitero Cazorla Plaza, un pionero de la tarifa plana en el comercio, del todo a 100 pesetas o todo a un euro que vino muchos años después. En ese rincón señero de la ciudad proliferaron los pastelillos de La Mallorquina, con la dulce competencia de La Sevillana, situada entonces junto al arco de la calle Real, antes de su definitivo desplazamiento a la señorial Puerta Purchena.
Juan Cazorla, el ambicioso emprendedor, se valía sobre todo de las funciones del Teatro Principal y de ese aroma cosmopolita que destilaba entonces la ciudad de los barriles de uva y de los trenes que silbaban suspendidos en el aire encajando las ruedas férreas en los raíles del Cable inglés. El bullicio se apoderaba las tardes del domingo de ese antiguo coliseo junto a la actual Plaza del Educador y del futuro Colegio de Jesús de Navarro Darax.
Los gentiles aprovechaban para ver alguna función de la época, alguna comedia, algún sainete, alguna zarzuela y los padres de familia, que habían guardado unos reales como oro en paño durante la semana, se apostaban frente al escaparate de La Mallorquina para hacerse con un surtido de dulces para sus vástagos; o las parejas de novias abrigados en invierno y encamisados en el estío que se regocijaban con aquellos pastelillos de canela que se derretían tras sus labios enamorados.
Almería fue siempre (aún lo es en cierta forma) por su clima suave una ciudad de veladores, de cafés, cigarro y periódico (ahora cada vez más de pantalla), de comer dulces por la calle con una sonrisa oronda de felicidad. Por eso han proliferado tanto a lo largo de su historia, ya milenaria, toda suerte de obradores de azúcar y hojaldre.
Fue célebre también a finales ese siglo XIX Josefa Verdú, La Ama, una confitera ambulante cuya llegada era anunciada a bombo y platillo en los diarios locales. Paraba en la calle Mariana, frente a la Plaza Vieja y surtía de turrón de Jijona, de primera y de segunda, de peladillas de Alcoy y de piñones, todo a precios arreglados.
Ante esa competencia callejera que le llegaba de fuera, ante el protagonismo creciente del carromato alicantino de esa Ama, Juan Cazorla no tuvo más que remedio que salir al mundo también con sus apetecibles canastos de dulces y pastelillos, voceando sus ricos bollos de leche y pan de azúcar, pedaleando la bicicleta con un cajón adosado donde guardaba la mercancía, como una especie de auto antediluviano de Pedro Picapiedra.
El carro estaba tatuado - como el pecho del marinero de la Piquer- con todas sus especialidades y con el optimista lema ‘La Mallorquina, la casa preferida por el público’.
Juan se deshacía, ante la clientela engolfada, en concienzudas explicaciones sobre los ingredientes de sus roscos de aguardiente, de los grados indispensables para cocer las tortas de mantecas, sobre la alquimia necesaria para ver germinar el pan dormido o las rumbas o los bollos de chocolate. Su especialidad, por la que los almerienses de hace dos siglos suspiraban -como los merengues de La Sevillana- eran las empanadas de cabello de ángel, que complementaba con buenas bandejas de bollos suizos, de almendra, pan de aceite casero e isabelas de coco para alguna celebración especial con servicio a domicilio.
Juan Cazorla terminó casándose en 1920 con María García Latorre y la competencia de las nuevas confiterías hizo que virara hacia el negocio de panadería, con una fábrica de pan que estuvo en marcha al menos hasta 1939 en la calle Castelar- donde hoy está Calzados Miguel y enfrente de donde estuvieron los frutos secos de Abad Novis- que traspasó primero a Andrés Góngora y después al hornero José Soler Mayor, quien terminó cerrando al abrir otro establecimiento en la calle La Palma.
La irrupción paulatina de nuevas pastelerías como La Flor y la Nata, La Giralda, La Campana, La Corona, Rex, Capri, fue en aumento conforme Almería se iba estirando en nuevos barrios, conforme se fue sacudiendo toda la grisura de la primera Postguerra, conforme dejó de ser un lujo comerse un trozo de bizcocho de esos que con tanto gracejo almeriense pregonaba Juan por aquellas callejas antiguas y sombreadas de árboles (cuando en Almería había árboles) subido a ese carrito a la manera de un locomotoro.
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