Cuando Manuel Martínez Artal, en 1944, se trajo de Mahón el Dione, el primer snipe (embarcación de vela ligera) que surcaba la lámina de agua de Almería, fue un acontecimiento en la ciudad. Era director de la Escuela de Maestría, pero bebía los vientos por su pasión: la de otear el horizonte y salir temprano a engarzarse entre el velamen, a peritar el oleaje y a sentarse después a barlovento para dejarse llevar por el siroco; cuando el bueno de Manolo, por eso, apareció con ese velero es como si hubiera descubierto el tabaco en La Habana: Almería tenía la navegación bruñida a su piel como un tatuaje, tenía esa leyenda milenaria de las atarazanas, de los carpinteros de ribera, tenía toda esa solera chanqueña de bogar hundiendo los remos en el agua con brazo firme entre el graznido de las gaviotas. Pero casi que lo había olvidado por toda esa destrucción y bombardeos que legó la Guerra Civil, que dejó los muelles maltrechos para cualquier aventura marinera: antes que navegar, había que comer.
Manolo Artal le puso los dientes largos a muchos jovenzuelos almerienses que habían oído historias de navegación de sus padres y abuelos, del viejo Club de Regatas frente al Balneario al Recreo. Y empezaron así a ponerse los cimientos, entonces, de lo que hoy es el Club de Mar, que quedó constituido en 1949 con Jesús Durbán Remón como primer presidente.
La nueva sociedad obtuvo en precario la cesión de unos restos de edificaciones en Pescadería, frente a la Rambla del Barranco Caballar. Ese primitivo Club de Mar se levantó sobre la entrañable Casa de Botes y los restos de la Estación Sanitaria, donde los marineros antiguos, en épocas de epidemias como la nuestra, tenían que guardar cuarentena. En 1955 se levantó el edificio social diseñado por el arquitecto Antonio Vallejo. Se instaló un trampolín, una pista de tenis, piscina, restaurante y zona de baile. Hasta esa fecha, el Club había tenido que utilizar el Casino para sus entregas de premios y cenas de gala. A partir de entonces, el restaurante del Club de Mar se transformó en uno de los establecimientos más postineros de Almería donde las estrellas del cine y las empresas de los rodajes solían celebrar sus cocktail de bienvenida.
La entidad pronto logró una flotilla de 50 embarcaciones pioneras y principiaron a celebrarse las primeras regatas. La gente desde el Parque disfrutaba las mañanas domingueras viendo las maniobras de los barquitos veleros en la bahía. Allí a lo lejos, sobre la lámina de agua competían, por ejemplo, José María Artero con su Kon Tiki, el siret de Paco Romero, El Galicia de Eusebio Navarro, el Joven Dolores de Jesús Durbán, el Chanquete de Enrique Ortega, el Bogavante de Emilio Pérez Manzuco, el Georgia de Paco Giménez o Fausto Romero (padre) con su Ticotán.
Eran una delicia esos días azules en los que el horizonte se esclarecía de velas blancas y los almerienses salían a pasear al Parque vestidos de domingo, como si no hubiera un mañana, a tomar un vermú con sifón y a escuchar en la gramola del Miramar algún disco dedicado como “Tengo yo un barco velero en el Puerto de Almería”, que hacía furor entonces o el fandanguillo eterno de Manolo del Aguila “Si vas pa la mar”.
Manolo Escobar había contribuido también con el “inmenso coral es tu hermosa bahía” y autores como Celia Viñas, con su Viento de Levante, había dado cuenta de “la Almería de las blancas azoteas frente a los barquitos veleros”, o como después Valente, con “los terraos encalados donde te quedas ciego de mirar al mar”. Ese mar latino que empezó a aparecer en las acuarelas de Visconti y en las fotos de Pérez Siquier. Cuando llegó, como como una rebujina, la Semana Naval en 1971 con el Príncipe Borbón -cuando aún no se había untado las manos- pasando revista a la Infantería de Marina en la explanada del Puerto, con el Canarias de triste recuerdo fondeado enfrente y el buque escuela Juan Sebastián Elcano junto a una flotilla de fragatas, corbetas y submarinos de la Armada Española. Y hasta el inquieto Bartolomé Marín, tan de secano él, se atrevió a editar un libro titulado 'Almería y el Mar'. Era como si Almería y los almerienses hubieran descubierto de pronto el mar como en un espasmo.
A ello contribuyó quizá más que nada el Club de Mar, que fue afianzándose entre la sociedad almeriense, a medio camino entre el elitismo de pajarita en cenas de gala a 300 metros de las cuevas inmundas y los jabegotes de La Chanca, y el rudo esfuerzo de gobernar los vientos y balizar el campo de regatas en la bahía.
Fueron puntales en esos primeros años del Club - además del presidente Durbán Remón- Cristóbal Gómez, Sebastián Vidal, Ricardo Carmona, José Rodríguez. Y después otros presidentes como Julio Acosta y Luis Durbán.
Hubo empleados históricos quienes con una labor callada contribuyeron a mantener el engranaje de la entidad: el calafate Juan Mayor, que tenía manos de seda para la garlopa; Rafael Uclés y su hijo Juan, instaladores de pantalanes; y otros míticos colaboradores como Corona, Juan Alonso El Poncho, Juan Salustiano, Cristóbal Solís, profesores de vela como Curro Cassinello o Ernesto Sánchez y gerentes del bar como Paco Sierra y camareros como el Cariñoso.
Los nuevos tiempos obligaron al Club a mudarse a una nueva sede, en Las Almadrabillas, el actual edificio diseñado por Antonio Góngora, inaugurado en 1996 con un puerto de 300 atraques donde el viejo Club de Mar sigue viento en popa, a través ahora de los hijos y nietos de aquellos pioneros que, después de la Guerra, descubrieron que Almería seguía teniendo mar y que estaba ahí enfrente.
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