Al entrar en la red en busca de una película puede que salgas tan confundido que se te hayan quitado las ganas de verla. Internet te ofrece mil películas en apenas unos segundos, mil canciones, mil libros, un universo infinito donde difícilmente se puede llegar a disfrutar porque nos impulsa la necesidad de querer abarcarlo todo. Es la facilidad de tenerlo todo a mano y tenerlo todo puede ser lo más parecido a no tener nada.
Recuerdo la emoción que suponía, para los adolescentes de mi generación, que tu cantante favorito sacara un disco nuevo. Cómo disfrutábamos de ese ritual sagrado que empezaba el día que te acercabas a la tienda de discos y lo buscabas en la estantería de las novedades. Si no había llegado todavía las emociones se multiplicaban por la espera, contando los días que faltaban para que el vendedor lo recibiera.
Un disco recién comprado era tratado con un Dios. Lo venerábamos en la soledad del dormitorio, lo escuchábamos a todas horas hasta que una semana después ya nos habíamos aprendido todas las canciones. Un día invitabas a tus amigos a tu casa y en una ceremonia religiosa nos reuníamos para escucharlo en grupo.
Un disco era un tesoro porque tenía que pasar mucho tiempo para que volviéramos a tener otro. Veníamos de la austeridad y cualquier objeto tenía un valor intrínseco, más allá de su precio. Un disco era un trozo de tus sentimientos y te acompañaba durante toda la vida, como uno de aquellos retratos de la infancia que guardábamos en las cajas de zapatos.
Teníamos tan poco que una simple caja de zapatos vacía adquiría un gran valor. En mi casa nunca se tiraba una caja de zapatos porque servía para guardar objetos, para ordenarnos la vida. En una caja de zapatos archivábamos las fotos, los indios de plástico que comprábamos en la tienda de Alfonso, la plastilina de los trabajos manuales y hasta criábamos los gusanos de seda que era la moda de cada primavera. Llegábamos de la escuela, dejábamos la cartera en el sofá y con la punta de los dedos descubríamos la tapadera de la caja de zapatos para ver si los gusanos se habían comido ya las últimas hojas de mora o habían empezado a hacer los capullos.
Sentíamos entonces el valor de lo que no teníamos y cualquier detalle, cualquier objeto, por insignificante que pudiera parecer, podía alcanzar un estatus importante dentro de la casa. Si alguna vez, por nuestro santo o en la Primera Comunión, nos regalaban una caja de bombones, que era un auténtico lujo que sucedía muy pocas veces a lo largo de la infancia, la lata de los bombones, como pasaba también con la lata de la carne de membrillo, pasaba a incorporarse automáticamente a la rutina familiar.
En una lata de membrillo escondimos la primera fotografía de carnet que nos regaló nuestra primera novia, y la primera carta de amor que un día recibimos cegados por los quince años. En una lata de membrillo guardaba mi madre el dedal, el hilo y las agujas de coser.
Un año, a mediados de los años setenta, se puso de moda en Almería el juego del beisbol, que había traído un americano afincado en el barrio del Zapillo. Como los niños no teníamos ninguna posibilidad de aspirar a un bate de madera reglamentario, lo sustituímos por uno de aquellos canutos de cartón que venían dentro de las piezas de tela que vendían en la tienda de ‘El Blanco y Negro”. Soñábamos con tener un bate de verdad, como los que salían en las películas, pero nos conformábamos con el canuto de cartón, que para nosotros llegaba a ser tan valioso como un bate auténtico.
Lo que no teníamos lo mitificábamos. Muchos nos pasábamos la infancia montando con la imaginación una de las bicicletas que se exhibían en el escaparate de Mateos, en la calle de Granada. Nos emocionaba más desearlas, rozarlas, olerlas, que la pura posesión. A veces, nos íbamos a la calle de las Tiendas y nos divertíamos pegados a la vidriera de la Armería de Ibáñez, donde colocaban todos los juegos de naipes que estaban de moda entonces, desde las cartas de póker hasta las que se basaban en alguna historia de Walt Disney.
Un trozo de madera, por humilde que fuera, podía ponerse a la altura de un cualquier regalo si sabíamos utilizarlo. Sentíamos una atracción especial por los palitos de madera que venían dentro de los zapatos y también por los palos que sostenían los polos, que pasaban a formar parte de nuestros juegos infantiles.
Qué valor tenían las chapas de los refrescos y de la cerveza y hasta los paquetes vacíos de tabaco, que los coleccionábamos como si fueran las estampas del álbum de los Diez Mandamientos.
Un día recibíamos el regalo inesperado de un balón de reglamento, de los que se inflaban con el bombín, de los que iban cosidos a mano, y un sentimiento extraño, de felicidad absoluta, nos invadía de los pies a la cabeza. Era el regalo que nunca habíamos podido tener.
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