El Lugarico: El jardín del tesoro

Un paseo semanal por la historia de Almería

Fotografía antigua realizada por Ruiz Marín.
Fotografía antigua realizada por Ruiz Marín. La Voz
Francisco Giménez-Alemán
07:00 • 03 jul. 2021

Conservo como oro en paño el broche de brillantes que me tocó en el reparto de las joyas de la abuela Amalia cuando hace muchos años fueron desapareciendo nuestros tíos. Ese broche es algo más que una alhaja y por eso su historia viene hoy al Lugarico.



Almería sufrió tres horribles años de guerra civil. Estuvo en manos de lo que quedaba de la República y de no pocos asesinos y desalmados, como Juan del Águila Aguilera, hasta el 28 de marzo de 1939. Los bombardeos aéreos eran frecuentes así como los asesinatos de personas de derechas, iniciados a los pocos días del 18 de julio y, sin solución de continuidad, hasta la matanza del campo de trabajo de Turón con noventa víctimas mortales. Y entre tanto, pasadas de la aviación dejando cada día su recado de destrucción y obligando a los almerienses a protegerse en la red de refugios diseñados por el arquitecto Guillermo Langle Rubio y el ingeniero de Caminos José Fornieles Ulibarri. Otras muchas familias, como era el caso de la mía, pernoctaban en los cortijos de los alrededores de la ciudad, sin poder evitar que al dejar las viviendas vacías hiciese su agosto el pillaje que en la soledad de la noche encontraba el mejor aliado. Mi abuela paterna tenía un cofre bien repleto de alhajas que con el tiempo había ido reuniendo. Tan peligroso era dejarlas en su sitio en casa como transportarlas cada tarde al oscurecer al cortijo.



¿Qué hacer? A Alguien de la familia se le ocurrió la idea de enterrarlas en el jardín. Dicho y hecho. En grandes botes vacíos de melocotón en almíbar fueron cuidadosamente colocadas entre algodones las piezas del joyero y convenientemente precintados con cinta aislante enterrados en los hoyos que se habían hecho en uno de los parterres.



El 31 de mayo de 1937 la escuadra alemana bombardeó sin piedad la ciudad de Almería y entre el largo centenar de edificios alcanzados se encontraba la casa de mis abuelos en la rambla del Obispo Orberá. Se trataba de bombas incendiarias por lo que, además de la ruina del edificio, ardió el mobiliario, el ajuar doméstico y los recuerdos más queridos. Conservo un voluminoso álbum de retratos de la familia con las páginas y las fotos chamuscadas. Pero los obuses no afectaron al jardín y el secreto enterrado de la familia quedó intacto. Y allí permaneció hasta abril de 1939. Años después, en julio de 1947, vino el gran fotógrafo almeriense Ruiz Marín a sacarnos la foto de familia que ilustra este artículo en ese mismo jardín donde después tanto hemos jugado los niños a encontrar otros tesoros y otros botes



de melocotón.



Alguna fotografía existe de nuestra casa destruía por las bombas. Me la enseñó en el archivo de la  Diputación Fernando Ochotorena Gómez. Esas imágenes acompañaron al expediente instruido para que la Dirección General de Regiones Devastadas, una vez finalizada la guerra, concediese 250.000 pesetas (1.500 euros de hoy) para reconstruir el edificio de dos plantas y sus enseres. Sin grandes lujos se hizo la obra, se repuso el mobiliario que faltaba y la familia volvió a su casa donde en 1943 nació quien esto rememora y escribe.



La rambla del Obispo Orberá era, junto con el Paseo, la arteria más importante de la ciudad y en horas de la mañana un hervidero de gente y de puestos de venta ambulante, desde la Puerta de Purchena hasta la entrada de la alhóndiga y la Circunvalación del Mercado, dedicada actualmente al más significado de sus vecinos, Ulpiano Díaz, representante de la casa Chopera en Almería y aficionado a los toros como el que más. Su sobrino Baltasar (Tatá para los amigos) estuvo conmigo en La Salle no menos de doce años, desde párvulos al Preu. Íbamos y veníamos juntos al colegio, saltando de alcorque en alcorque, hasta la pasarela de la rambla donde florecían las hojas de morena para los gusanos de seda. Y una perra chica de pipas que nos cogía Tatín Acosta con su mano de gigante. Y como por Obispo Orberá apenas pasaban coches a finales de los años cuarenta, pues utilizábamos la calzada como campo de fútbol.



Recuerdo en nuestro equipo a Manolín el de la Abastecedora, a Pepe el Cariñoso, desde muy jovencito camarero del Bar Imperial, y naturalmente a Tatá que era el encargado de avisar cuando de tarde en tarde venía un vehículo y había que parar el juego. En la comida de Navidad de mi promoción del Colegio La Salle a la que cada año nos convoca Nicolás Puerta Gómez de Mercado se notificó –en la de 2018- que Tatá había fallecido en el mes de octubre. Como si fuera el visionado de una película, se me vinieron a la cabeza recuerdos e imágenes de tantos años infantiles con el amigo y convecino. A la oficina de su tío Ulpiano Díaz acudía, además, con frecuencia, pero obligadamente en vísperas de la Feria de agosto a retirar el palco de los toros que mi familia tenía reservado desde los años veinte, primero por mi abuelo y luego por mi padre.


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