Alrededor del tren brotaba la vida a diario. Para los pueblos del Almanzora, el tren fue la esperanza hecha realidad, escapar del aislamiento de los caminos de tierra y los carros de mulas y abrirse al mundo, enfundarse en los nuevos tiempos y modernizarse. El tren trajo el progreso, revolucionó el comercio y dio trabajo a cientos de familias que a duras penas tiraban a delante con la agricultura y la ganadería de subsistencia.
Todas las mañanas salía de Zurgena el ‘Frutero’, un tren de mercancías con un vagón de tercera clase que llevaba a los pasajeros hasta los mercados de Lorca y a las playas de Águilas. Qué espectáculo cuando paraban los correos de Alicante y Granada. Los viajeros bajaban unos minutos a comer algo y refrescarse, y las vendedoras de frutos secos y garbanzos acudían para hacer negocio.
Todo llegaba en el tren: las cartas de amor que los mozos que estaban haciendo la mili les enviaban a sus novias, los periódicos de Almería y Madrid, los juguetes que cada mes de enero les encargaban a los Reyes Magos, los turrones más prestigiosos de Alicante. Por tren llegaron un día de primavera las primeras noticias de que la Guerra Civil había terminado, y por tren llegó en 1984 la decisión de RENFE de cerrar la línea que pasaba por Zurgena al considerarla altamente deficitaria.
Zurgena llegó a ser la principal estación de la línea entre Lorca y Baza y si hubo un personaje ligado al tren, unido a la estación como a su propia existencia, ese fue Diego Dominguez García.
Había nacido en 1876 en una familia que explotaba una fragua en el pueblo. Allí aprendió a manejar el hierro, a moldearlo y darle forma. Esta experiencia de infancia le valdría para ganarse el jornal cuando a comienzos de siglo veinte decidió meterse en un barco y emigrar a Cuba. Rechazó los caminos de Brasil y Argentina, donde iban la mayoría de los jóvenes almerienses que cruzaban el océano, y eligió La Habana, un destino exótico y poco fiable, ya que el país caribeño acababa de independizarse de España.
El tiempo que estuvo en Cuba se ganó el pan trapicheando de un lado a otro, cambiando de oficio, viviendo de la habilidad de sus manos. Lo mismo arreglaba relojes en el Malecón que montaba escopetas o le devolvía la juventud a un viejo revólver oxidado en un cortijo de un minifundio de Camagüey.
Cansado de dar vueltas sin rumbo fijo, un día decidió volver, atraído por las noticias que le llegaban de Zurgena, donde la puesta en marcha del ferrocarril había creado nuevas expectativas de trabajo. Como además de ser un tipo habilidoso tenía estudios y dominaba la sintaxis y la aritmética, no tardó en instalarse en un puesto de prestigio y se convirtió en el consignatario de la estación. Su misión era recoger las mercancías que llegaban en los vagones y almacenarlas para después repartirlas por pueblos y pedanías. A su puerta llegaban carros de todos los puntos del Almanzora, cargaban y se marchaban a distribuir los productos.
En 1919 Diego cumplió uno de sus sueños y compró por treinta mil pesetas la mejor casa que había entonces en el pueblo, frente a la estación. La mansión la había construido el médico Agustín Herrero, que cuando dejó de ejercer su profesión en Madrid se refugió en Zurgena para pasar los últimos años de su vida.
Era un palacio de tres pisos con hermosos miradores desde donde se contemplaba todo el esplendor del valle. Las maderas de los balcones las trajeron de los bosques de Canadá y como todo lo que entonces pasaba por el pueblo, llegaron un día en un vagón del tren.
En el piso bajo instaló la oficina y los almacenes por donde pasaban a diario todo el que vivía del ferrocarril. Allí paraba el camionero encargado de llevar a sus respectivos lugares a los pasajeros que llegaban a Zurgena.
La estación y su entorno eran un mundo aparte, con sus horarios, sus rutinas, sus prisas, sus largas esperas. Junto a la estación se abrieron dos casas de huéspedes, la de Juan Diego Soler y la de Manuel ‘el Rojo’. En los días crudos de invierno, cuando la nieve retrasaba durantes días la llegada de los correos, las posadas se llenaban y había que compartir habitaciones y a veces hasta camas. Las lumbres no se apagaban ni de día ni de noche hasta que la vía se despejaba y volvían a pasar el tren.
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