El ingeniero Baeza y la isla de Cuba

Luis Baeza Navarro (1870-1918) era hijo de un rico propietario del poniente almeriense

Luis Baeza se casó con Mariana Llorca en 1893 en la iglesia de San Sebastián. Toda una vida juntos y juntos vivieron la aventura en tierras cubanas.
Luis Baeza se casó con Mariana Llorca en 1893 en la iglesia de San Sebastián. Toda una vida juntos y juntos vivieron la aventura en tierras cubanas.
Eduardo de Vicente
23:04 • 17 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 18 ago. 2021

El coco forma parte de la herencia de los Baeza, como un tesoro, convertido en un símbolo de un enorme valor sentimental que recuerda la historia de un hombre que estuvo a punto de perder la vida en la lejana isla de Cuba. El coco se ha ido conservando a pesar del tiempo, en un viejo baúl, junto a los recuerdos de otra época, detalles que marcaron la vida de una familia.



Luis Baeza Navarro nació en 1870. Su padre era un hombre rico que disfrutaba de grandes posesiones de tierra entre Enix y Roquetas. Campos enteros que se perdían en el horizonte, donde no llegaba la vista, constituían el patrimonio de una de las familias adineradas de la época. Desde niño, el pequeño Luis sabía que no viviría de las rentas ni sería latifundista como lo había sido su abuelo, como lo era su padre. Él estaba marcado por la obsesión que tenía su padre de que sus hijos fueran hombres de carrera, gente de letras, capaz de defenderse en el mundo con la fuerza que sólo podía dar la cultura y el prestigio de un título universitario.



Cuando terminó los estudios de Bachillerato en el Instituto de Almería, el joven Luis Baeza se marchó a Salamanca para hacerse ingeniero de Obras Públicas. En 1888, llegar a Salamanca desde Almería no era un viaje, sino una auténtica aventura, ya que todavía no había llegado la línea de Ferrocarril y tampoco era posible utilizar el vapor, el medio de comunicación más importante en aquellos tiempos de aislamiento absoluto. La única vía era la carretera, los caminos, meterse en una diligencia de caballos y atravesar los complicados senderos del sur, parando a descansar de venta en venta.



Al concluir la carrera, con su título de ingeniero debajo el brazo, aceptó una oferta del Estado para irse a trabajar una temporada a Cuba. Era una oportunidad de coger experiencia al salir de la Universidad y a la vez de ganar un sueldo que era imposible obtenerlo en España. En 1893 ya estaba en la isla construyendo puentes y haciendo carreteras. 



De aquellos años en Cuba siempre recordaba los insoportables mosquitos que atacaban noche y día y lo obligaban a tener en su casa  como empleadas a expertas muchachas en el manejo de los pericones para espantar a los insectos. Nunca entendió como se podía vivir en algunas zonas próximas a la selva, entre tantos mosquitos, ni tampoco la costumbre que tenían las cubanas de beber té insistentemente para que se les blanqueara el cutis.



Cuba estuvo a punto de ser su tumba. Un día, mientras caminaba con su ayudante por una franja de la selva de Guantánamo, fueron asaltados por unos bandidos que los dejaron sin provisiones y sin ningún medio para poder orientarse en aquella zona de exuberante vegetación. Anduvieron dos días con sus dos noches subiendo y bajando cerros hasta que llegaron a un valle donde se encontraron con la fruta que les salvó de vida. Sólo pudieron coger un coco en buen estado. Su agua y su carne les dio el alimento que necesitaban para seguir caminando durante un día más y encontrar de nuevo la civilización. 



De regreso a España, trabajó en la construcción del puente sobre el río Cabriel, en Cuenca y con su primer  sueldo le compró a su mujer unos pendientes de brillantes. Ella había sido su fiel compañera en los duros años de ‘exilio’ en Cuba, su gran apoyo desde que en 1893 contrajeron matrimonio en la iglesia de San Sebastián. 



Mariana Llorca siempre estuvo al lado de su marido y no se separó de su lado ni en los días críticos en los que la muerte visitó su casa. Fue en el otoño de 1918, cuando  Luis Baeza cayó enfermo, víctima de la epidemia de gripe. Pasó varios días en el lecho de muerte, con fiebre alta y alucinaciones, y ella nunca se separó de la cama. 


Los médicos intentaron quitarle el mal aplicándole toda clase de ungüentos.  En un último intento de darle la vida le pusieron sanguijuelas vivas detrás de la oreja y en el cuello para que le chuparan la sangre y rebajaran la enfermedad, pero fue inútil.


Luis Baeza Navarro falleció con sólo 48 años de edad. Su mujer no volvió a casarse y le guardó el luto hasta que falleció en el invierno de 1941. Cinco años después, sus familiares cumplieron con el deseo del matrimonio y en una urna forrada con terciopelo verde, trasladaron los restos de Luis Baeza al cementerio de Felix, donde yace junto a su esposa.


Desde el nicho donde está enterrado, se pueden ver los campos del Poniente en toda su extensión, kilómetros y kilómetros de terreno que en otro tiempo fueron las tierras de su abuelo y de su padre, grandes posesiones que se perdían más allá de donde alcanzaba la vista, territorios de su infancia con los que él soñaba en los días que estuvo destinado en la isla de Cuba.



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