Había noches que se dormía en el pescante mientras los caballos lo llevaban de regreso a casa. Habían recorrido tantas veces el camino que se sabían de memoria las calles, los socavones del pavimiento, el lugar donde estaba la taberna donde se juntaban los cocheros para echar el último trago. La vida del cochero sucedía encima del carruaje, sin un horario establecido, pendiente en cada momento de que lo llamaran para un servicio, aunque fuera de madrugada.
Cada año, al final del verano, cuando empezaba la campaña de uva, podía estar varios días sin volver a su casa, durmiendo bajo cualquier sombra de cualquier árbol, comiendo allí donde alguien le ofreciera un bocado. Antes de que saliera el sol, Tristán bajaba con su carro por las empinadas cuestas de la Sierra de Gádor cargado de barriles de uvas. Tenía que manejar las riendas con guantes de seda, acariciando a cada paso los caballos, procurando que el trote fuera lento, como el tortuoso camino de tierra que separaba Dalias de Almería.
En 1892, siendo aún un adolescente, Tristán ya conocía de memoria todas las curvas del camino y sabía lo mucho que se jugaba llevando la mercancía hasta el puerto. Un mal paso, un exceso de velocidad o la falta de atención, podía costarle muy caro. Perder un par de barriles en una maniobra errónea significaba quedarse sin el jornal que le daba de comer.
Cansado de recorrer los senderos de la sierra, un día decidió cambiar de aires y entró a trabajar de transportista en la fábrica de azúcar de Adra, llevando los carros de caña hasta el Ingenio. Allí estuvo hasta 1917, cuando con el coche de caballos que le había regalado un antiguo exportador de uvas de su pueblo, se trasladó a la capital junto a su esposa, Ana Martín Lirola, y su hija de nueve años. Entre los recuerdos de aquellos primeros escarceos en la ciudad, Tristán contaba que unos meses después de su llegada, la gente se moría por las calles debido a la epidemia de gripe y destacaba, como anécdota de la tragedia, que la maldita enfermedad se llevó por delante a casi todas las mujeres guapas de la Plaza Vieja y de la calle Marín.
Fueron años duros en los que tuvo que trabajar sin descanso para abrirse camino en un oficio donde existía una gran competencia. De madrugada, los clientes de los cocheros siempre eran los mismos: los médicos y los practicantes que acudían a atender un servicio de urgencia a las casas o los juerguistas de turno que iban y venían de las ventas de dudosa reputación que existían en la carretera del Cañarete y en el Camino de Granada.
Tristán conocía muchos secretos de alcoba, historias de amores imposibles, infidelidades, pasiones prohibidas y asuntos de celos de la sociedad almeriense de los años veinte y treinta. En su coche llevó a hombres y mujeres de buena reputación a lugares íntimos donde se tejían los amores furtivos. En la ciudad, existían casas de tapadillo, rincones que se alquilaban durante unas horas para las parejas, que nada tenían que ver con los prostíbulos.
Tristán era un cochero discreto que tenía una regla inquebrantable: Oir, ver y callar. Cuando antes del amanecer regresaba a la ciudad con el coche cargado de putas, iba escuchando desde el pescante las historias que las mujeres contaban con todo lujo de detalles, en las que descubrían sin pudor el nombre de sus amantes, los vicios ocultos de un refutado ingeniero o de un prestigioso abogado de la ciudad, y hasta las luchas políticas que se tejían entre bastidores. También tenía clientes importantes. Durante muchos años, fue el cochero particular de don Eduardo Pérez Cano, ginecólogo del Hospital Provincial y director de la Casa de Socorro, y del distinguido abogado don Rogelio Pérez Burgos.
Los cocheros vivían de dar viajes al puerto y sobre todo, de las carreras a la estación. Una noche, cuando iba a la altura del Cable Inglés a esperar la llegada del tren de Granada, un atracador se subió al coche en marcha y cuando quiso asaltarlo a punta de navaja, el caballo apretó el trote y tiró por los suelos al delincuente. Desde entonces, Tristán estaba convencido de que los caballos eran más listos que las personas.
Contaba, que una tarde que venía de Benahadux con una extraña mujer, una bruja que se ganaba la vida echando las cartas y haciendo pócimas para enamorados, los caballos se mostraron inquietos, asustados desde que vieron a la señora, y que a mitad del camino se espantaron, provocando uno de los pocos accidentes que tuvo en sus largos años de profesión.
Cuando más dinero sacaba era en los días de Feria. Los cocheros no paraban de dar viajes a la Plaza de Toros para llevar y traer a familias de la alta sociedad. Tristán ganaba en una semana el sueldo de un mes y siempre llegaba a su casa con un regalo para su hija, los pasteles que sobraban de la merienda.
Durante los tres años de la guerra civil tampoco le faltó el trabajo. Puso a su familia a salvo en un cortijo de Viator y él se dedicó a dar carreras a la Vega, con clientes que le pagaban en carne, huevos y leche, por lo que nunca pasó faltas.
Tristán fue uno de los cocheros más longevos de la ciudad. Estuvo trabajando hasta los últimos días de su vida, sin paga ni pensión alguna para poder descansar. En mayo de 1949, con 75 años cumplidos, perdió por enfermedad a los dos caballos que le daban el sustento. Sentado en un tranco de la Plaza Castaños, el viejo cochero lloró amargamente la muerte de sus animales. Él falleció unos días después.
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