El ‘aguaor’ de a perra gorda el trago

Alrededor de las corridas se mezclaban los oficios, desde el niño del agua hasta el carterista

El niño del botijo del agua era un clásico cada vez que había una corrida en la Plaza de Toros.
El niño del botijo del agua era un clásico cada vez que había una corrida en la Plaza de Toros.
Eduardo Pino
07:00 • 23 ago. 2021

El niño del botijo sabía latín. Seguramente había pasado de largo por la escuela, pero tenía el doctorado de la calle y su nombre estaba escrito con letras mayúsculas en la orla sagrada de los buscavidas. Cualquiera engañaba a alguno de aquellos rapaces que iban vendiendo agua o frutos secos por la Plaza de Toros.



Alrededor de las corridas se mezclaban los oficios de subsistencia y lo mismo te cruzabas con el ‘aguaor’ o con el fotógrafo de los retratos ‘al paso’ que con un carterista sigiloso que te dejaba sin blanca sin apenas rozarte la ropa. 



El ‘aguaor’ tenía dos versiones, la del que llevaba la mercancía en un cántaro y la servía vaso a vaso, y la del botijo clásico de toda la vida que había que beber a pulso.



El método del cántaro tenía  sus detractores, aquellos que se quejaban de que el sistema de compartir el vaso sin tiempo para lavarlo destrozaba las reglas mínimas de la higiene. Pero cuando a las cinco de la tarde del mes de agosto apretaba el sol en los tendidos y la boca se agrietaba como si la tuvieras llena de arena del desierto, se dejaban atrás las delicadezas y el vaso de agua entraba como una bendición aún sabiendo que otros labios  se habían posado en él unos segundos antes.



El botijo era más higiénico en teoría porque se prescindía del vaso, pero se corría el riesgo de que algún cliente poco versado en el arte de empinarse el recipiente se pegara el pitorro a la boca más de la cuenta y acabara chupándolo. 



El oficio de ‘aguaor’ era una forma que tenían los niños de ganarse unas pesetas en las tardes de feria. Una hora antes de la corrida ya estaban pululando alrededor de la puerta principal buscando la sed ajena al grito de “agua fresca de Almería”, “a perra gorda el trago”. La ganancia por cada cliente era escasa, pero el gasto del vendedor era mínimo, el tiempo que tardaba en ir a la fuente más cercana y volver a llenar el botijo cada vez que se lo vaciaban. 



En los toros también eran habituales los vendedores de las almendras garrapiñadas, que gozaban del privilegio de poder recorrer el ruedo antes de la corrida y durante el descanso para ir repartiendo la mercancía. Algunos eran auténticos artistas en la técnica de lanzar el paquete de almendras a la mano del cliente y en agarrar la moneda al vuelo cuando se la lanzaban desde los tendidos.



En la Avenida de Vílches solía colocarse el retratista que aprovechaba los días de feria para ganarse el pan de los dos meses siguientes. Su estrategia comercial consistía en no fotografiar casi nunca a personas que fueran solas, sino a grupos para que el trabajo le resultara más rentable. Los álbumes de las familias almerienses de los años cincuenta están llenos de fotos con las cestas de la merienda en las manos camino de los toros.


Los que hacían negocio de verdad eran los cocheros de caballos. No paraban de dar carreras trayendo y llevando gente. No había otra fiesta mejor para ellos que la feria y no había otro escenario más rentable que la Plaza de Toros cuando era un pequeño lujo pasearse por las calles de Almería en un coche descapotable dirigido por un cochero de solera y empujado por aquellos corceles engalanados para la fiesta.


El entorno de la Plaza de Toros era un pequeño zoco donde se mezclaban los buscavidas. A veces aparecía el hombre de los chumbos con un par de cubos recién cogidos y se instalaba junto a la acera con su navaja correspondiente. El chumbo pelado a peseta llegó a ser también un excelente negocio.


En medio de aquel universo que se creaba alrededor de las corridas no faltaban los expertos en colarse, auténticos artesanos del oficio que aprovechaban cualquier resquicio en los balcones y en las rejas para entrar sin pagar. Trepaban por la fachada del coso como si fueran alpinistas y cuando llegaban arriba salusaban como si acabaran de conquistar el Everest. 


En las tardes de bulla, cuando en el cartel se anunciaba alguna figura importante y el lleno estaba asegurado, aparecían por la Plaza de Toros los carteristas, que ejecutaban su profesión con una pincelada artística. Disimulaban como actores y operaban como cirujanos, con una extraña habilidad que les permitía no dejar huella cada vez que te colocaban la mano dentro del bolsillo. Cuando la víctima venía a darse cuenta del hurto, el carterista ya estaba interpretando un nuevo golpe. 


Fueron muy célebres los robos en el tendido cuatro. Un aficionado de esta grada, al que una tarde lo dejaron sin blanca, quiso desquitarse y al día siguiente se presentó en los toros con otra cartera en la que en vez de billetes colocó una cartulina con un mensaje: “Te vas a comer una mierda”, pero esa vez no apareció el carterista.


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