Pérez Siquier y la fuga del tiempo

Carlos se sentía tan joven que no quería oir hablar de la muerte

La mirada de Siquier recogió en esta imagen la huella del paso del tiempo.
La mirada de Siquier recogió en esta imagen la huella del paso del tiempo.
Eduardo de Vicente
07:00 • 16 sept. 2021

Pasaba el tiempo por su acera y él disimulaba mirando para otro lado. Había tomado una decisión y sus amigos la respetaban: que nadie le hablara de penas ni de enfermedades.



Siempre se muere joven, mucho más cuando se trata de un creador que como Carlos Pérez Siquier se ha mantenido en plena lucidez hasta el último instante.  Se sentía tan joven que no quería oir hablar de la muerte. Para qué perder el tiempo en batallas perdidas.



Ese maldito paso del tiempo o la fuga de la vida, ha estado presente en algunos de sus mejores trabajos, como el de la vieja y los niños que ilustra este reportaje. Es un instante y a la vez una eternidad.  La anciana está sentada en un trozo de acera tan desgastada como su propia existencia. Parece tan cansada que apoya su cabeza sobre la almohada de su mano, como si estuviera buscando un sueño.



La vida la coge ya tan lejos que mira a los niños con un gesto de desdén, como el que contempla un paraíso inalcanzable. 



Va vestida de luto, seguramente de todos los lutos que le había ido dejando la vida, aquellos lutos que escondían para siempre la juventud de las mujeres como una condena a cadena perpetua.



Delante de la anciana la vida derrama toda su fuerza en un grupo de niños tan integrados en el paisaje como la propia tierra de la calle. Los niños juegan a los cromos y a las canicas, ajenos a la presencia del fotógrafo y su cámara. Las niñas, sin embargo, sí parecen alborotadas por el objetivo que las persigue. Una de ellas lleva en su costado a un niño pequeño, seguramente su hermano. Representa a todas aquellas niñas de nuestros barrios que con nueve o diez años tenían que aprender a ser mujeres antes de tiempo, ayudando en la casa a sus madres: tendiendo la ropa, llenando los cántaros del agua, poniendo la mesa, fregando los suelos,  cuidando de sus hermanos pequeños mientras los otros niños de su edad jugaban en la calle.



La fotografía está coronada por una sábana que cuelga de un cordel ocupando la calle, como si fuera la vela de un barco. La pobreza que se refleja en las ropas de los niños contrasta con la blancura de la sábana, que recién lavada se exhibía como una bandera, como la bandera de la dignidad de muchas de aquellas familias del barrio de la Chanca que podían tener dificultades para comprarse unos zapatos nuevos, pero que todas las noches dormían en sábanas que olían a jabón.



Pérez Siquier plasmó en este trabajo el paso inexorable del tiempo y a la vez inmortalizó unas formas de vida que ya estaban en decadencia y que unos años después ya solo existirían en sus retratos. Había una magia en aquellas calles, en aquellas formas de entender la existencia que lo dejó atrapado el primer día que las recorrió y lo empujó a dejar el despacho del banco  y a cambiar de oficio.  


Un día sus pasos lo llevaron al lejano barrio de la Chanca, que a finales de los años cincuenta era un suburbio del que sólo se hablaba cuando caía una tormenta y se derrumbaban varias cuevas o cuando iba el Obispo a recordarles que Dios seguía existiendo. Le interesó el barrio por su autenticidad. Por esa gente que sobrevivía con muchas dificultades, pero que vivía con una absoluta dignidad. Le interesó por la mirada de los niños. Se hablaba mucho entonces de que el tracoma les dejaba los ojos enfermos, pero se encontró con una realidad distinta, la de los niños y sus miradas luminosas, limpias de pasado y ajenas al futuro.


El éxito de estos trabajos lo empujó a cambiar de vida radicalmente, a mirarse al espejo y a decirse a la cara que sí, que estaba cansado del banco, que había llegado la hora de empezar un nuevo camino. 


Cuando sus fotografías recorrieron el mundo, cuando su nombre se rodeó de una aureola de prestigio, le ofrecieron la oportunidad de irse de Almería y montar una industria donde poder ganar mucho dinero, un proyecto común, un negocio. “Dije que no porque preferí poner a salvo mi libertad y seguir siendo un lobo solitario, preservar mi individualidad pensando que mi fotografía local podría trascender al espacio y ser una obra universal”, me dijo un día el artista.



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