La calle del Asilo y de las Jesuitinas

Era el último tramo de la calle de la Reina, la de los viejos del Hospital y la del colegio

Antes de llegar a las escalerillas del Parque estaba la casa de Villa Mercedes, que el empresario Santiago Martínez le dedicó a su esposa. A. Buendía
Antes de llegar a las escalerillas del Parque estaba la casa de Villa Mercedes, que el empresario Santiago Martínez le dedicó a su esposa. A. Buendía
Eduardo de Vicente
00:00 • 23 sept. 2021 / actualizado a las 07:00 • 24 sept. 2021

Al acabar la guerra civil a la calle de la Reina la bautizaron con el nombre del general franquista Queipo de Llano. La calle conservaba aún esa belleza tan peculiar que tenían las avenidas importantes de la ciudad, y la calle de la Reina lo era, donde destacaban importantes edificios de dos plantas que habían sido construidos por la burguesía local a lo largo del siglo XIX.



La calle, que lindaba por el norte con el torreón sur de la Alcazaba, desembocaba en las escalerillas de bajada al Parque, un escenario privilegiado donde la presencia del mar la llenaba de matices. En ese tramo final de la calle casi siempre corría la brisa fresca que subía del puerto y en los días más duros del verano sus vecinos solo tenían que abrir las ventanas para esquivar el calor. Era un privilegio vivir en ese último tramo de la calle de la Reina, con el mar siempre como testigo y con la abundante presencia de la vegetación, la del Paseo de San Luis y la del Parque Nicolás Salmerón, que contribuían a hacer de aquel rincón de Almería un paraje bucólico.



Ese tramo final era más tranquilo que el resto de la calle debido a la presencia del ala de poniente del Hospital Provincial, que en aquellos años estaba ocupado por los ancianos del Asilo. En el piso de arriba estaban las dependencias de las mujeres, y abajo, los dormitorios de los hombres. A los niños, cuando pasábamos por allí camino del puerto, nos gustaba pararnos delante de la fachada y saludar a los ancianos asomados a las ventanas con sus rostros pálidos y tristes, cautivos de los años y de la soledad.



Entre aquellos internos había algunos personajes curiosos que aunque se pasaban el día en el Asilo, también formaban parte de la vida del barrio porque la salud les permitía salir de vez en cuando y tener vida fuera. 



Recuerdo la figura de don José ‘el curica’, un hombre pequeño y delgado, todo nervio, que refugiado en su demencia, enarbolaba su bandera de viejo republicano y se atrevía a desafiar a Franco cuando éste todavía no había muerto. Cuando se tomaba un chato de vino en la bodega de El Patio se sentía tan libre como un pájaro y entonaba una coplilla que decía: “Cuando mandaba Azaña había pan para toda España y ahora que manda Franco hay colas hasta en los estancos”.



En verano, los niños nos subíamos por los barrotes para  ver el interior de los dormitorios del Asilo. Los ancianos, tumbados sobre las camas, absortos en su rotunda soledad, descansaban con las ventanas abiertas, aguardando una milagrosa ráfaga de aire fresco. Aquella escena nos dejaba un poso profundo de amargura metido en el alma.



Frente al Asilo, en las últimas viviendas de la calle de la Reina, vivía el práctico del puerto don Ramón Anchoriz Andrés, con su esposa, doña Josefina Fustel y sus hijos Carola, Román y Leopoldo. El más pequeño, Leo, llegó a ser un personaje célebre por su condición de actor. Los Anchoriz destacaban por su elegancia y por su buen gusto y porque se podían permitir el lujo de tener una sirvienta en la casa, la señora Brígida, que era como una segunda madre dentro del hogar.



Allí vivía también don Genadio Gavilanes, inspector de enseñanza y el empresario don Santiago Martínez García, que tenía uno de los jardines más fantásticos de la ciudad, instalado en un balcón con vistas al Parque y al puerto. La casa se la alquilaron en 1944 a las monjas de las Jesuitinas, que acababan de desembarcar en Almería y necesitaban un edificio para instalarse y abrir un colegio. 


En aquellos primeros años de la posguerra todavía vivía en esa manzana un gran personaje de la época, el vicecónsul de Alemania Hugo Prinz Buhz. Hasta su fallecimiento, en 1944, el balcón del diplomático era una referencia para todos los vecinos: a las siete en punto de la mañana, con los primeros albores del día, lloviera o granizara, colocaba la bandera de su país en el mástil de madera, y a las siete en punto de la tarde, en cuanto empezaba a anochecer, la retiraba.


Temas relacionados

para ti

en destaque