A media mañana el sol se empezaba a instalar sobre la fachada y al abrir el balcón se colaba de puntillas en el salón de la familia González Flores. Era el mismo sol que a esa hora avanzaba paso a paso por el patio del convento de las Claras.
Los niños, desde el balcón, tenían la sensación de que aquel patio les pertenecía: todos los días lo poseían con la mirada y se entretenían observando el revoloteo de los pájaros que se posaban en el tejado de las monjas como si buscaran su bendición.
Cada 20 de noviembre el patio amanecía engalanado con cuatro banderas que custodiaban la cruz y dos coronas de flores que reposaban sobre el mármol que sostenía el monumento. Desde la madrugada, un grupo de centinelas montaba guardia alrededor, con sus camisas azules recién planchas, con aquel gesto hierático que los convertía en estatuas de piedra. Cada 20 de noviembre el silencio de la cruz de los caídos se transformaba en una ceremonia política y religiosa en la que se terminaba con el brazo en alto cantando el ‘Cara al sol’.
Desde el balcón, Avelino y Antonio, los niños de la familia González, contemplaban el acto con la misma indiferencia que cada noche del Viernes Santo veían pasar por la esquina el paso de la Virgen de la Soledad.
Aquella casa de la calle Marín ocupaba un rincón estratégico. Por las ventanas de la fachada principal se veía la cruz de los caídos y las celosías que velaban por la intimidad de las monjas, y por atrás, desde la azotea, se podía disfrutar del trajín que generaba el barrio de la prostitución. De tanto repetirse las mismas escenas, los vecinos sabían quién iba de paso y quién buscaba un rato de fiesta por unas pocas monedas.
Por el sur, los hermanos González veían las procesiones y la sobriedad de aquella cruz negra de mármol que recordaba a los caídos “por Dios y por España”, y por el norte, la ceremonia de los instintos en su plenitud, que alcanzaba su zenit los domingos, cuando medio campamento de Viator se perdía por aquel entramado de callejuelas, en busca de cinco minutos de éxtasis. A alguno de aquellos soldados no le daba tiempo ni a quitarse la guerrera y acababa derramándose con los primeros roces.
La familia González llegó a aquella casa junto a la Plaza Vieja en los primeros años de la posguerra. El padre, Avelino González Llorca, era un empresario importante que no paraba de generar ideas y de tejer proyectos. Tenía el título de maestro de escuela, había hecho sus escarceos en la construcción y se había convertido en el empresario del detergente fabricando el jabón de la marca ‘Espuma’ y el popular ‘Mistol’, que tenía la fábrica en la calle Hernán Cortés. El coche del Mistol se hizo muy famoso en la capital y en todos los pueblos por donde iba haciendo la demostración de la calidad del concentrado a todas las amas de casa en medio de la plaza principal.
La calle de Marín era entonces una de las arterías de la ciudad por estar al lado de la Plaza del Ayuntamiento. Tenía una vida constante, como la calle de las Tiendas, y negocios que le daban autonomía. Cerca de la vivienda de la familia González, donde hoy está el restaurante chino, reinaba la panadería de Cecilio, que nunca cerraba sus puertas. El perfume de su obrador despertaba al barrio todas las mañanas y antes de que amaneciera los repartidores salían a dejar la mercancía con los carros cargados de género.
Los González eran vecinos de Luis Pinel, el constructor que levantó un barrio entero con su nombre en las piedras del Cerro de San Cristóbal y de Casimiro Álvarez Navarro, que tenía su taller de sastrería en la misma acera.
En la esquina con la calle de Jovellanos estaba el bar la Urcitana, que llegó a competir algún tiempo con el negocio de Berrinche, que durante décadas fue uno de los negocios hosteleros de referencia en el barrio. Había también dos tiendas de comestibles: la de Miguel Barea y la del Calvo y un carrillo ambulante que se colocaba en la puerta de las Claras con su cargamento de caramelos y su remesa de novelas y de tebeos de alquiler.
De vez en cuando, en la esquina de las monjas se instalaba el hombre de la caña dulce. La cañadú era una de las grandes ilusiones de los niños de los años cincuenta. Era un espectáculo asistir a aquella escena en la que el vendedor demostraba su habilidad rajando las cañas con un cuchillo como si estuviera cortando un trozo de pan.
La calle de Marín tenía su cine, el Moderno, que estaba al otro lado de la Plaza Vieja, y también su escuela, la de doña Carmen Ponce, en un edificio de la calle de Hernán Cortés.
Los niños del barrio, sobre todo los de clase acomodada, solían jugar en la Plaza Vieja y tenían completamente prohibido subir de la calle Pósito hacia arriba, donde empezaban las casas de las prostitutas y las cuestas de pobreza que subían hasta el arrabal de San Cristóbal. Todas las fiestas de la ciudad las vivían en primera fila, desde la Semana Santa hasta la Feria.
Desde el mismo balcón donde cada 20 de noviembre veían cantar el ‘Cara al sol’ a los falangistas, Avelino y su hermano Antonio disfrutaban cada mes de agosto de los grandes acontecimientos de la feria: los gigantes, las carrozas y los festivales de España.
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