La vida a bordo de unos ‘Gorila’

Los zapatos ‘Gorila’ eran multiusos. Te valían para ir a la escuela y para jugar al fútbol

Niños jugando en una mañana de domingo en el Parque Viejo, delante de la estatua del Discóbolo. Iban con la ropa limpia y los zapatos sucios.
Niños jugando en una mañana de domingo en el Parque Viejo, delante de la estatua del Discóbolo. Iban con la ropa limpia y los zapatos sucios.
Eduardo de Vicente
00:15 • 30 sept. 2021 / actualizado a las 07:00 • 30 sept. 2021

Los zapatos te delataban, contaban algo de tí, como si llevaras un carnet de identidad en los pies. Un niño con unos zapatos de charol radiantes solía estar un escalón por encima de la bendita clase media, mientras que otro que llevara todo el año unas sandalias de goma pertenecía, sin riesgo de equivocación, al escalón más humilde de la pirámide social.



En la década de los sesenta y la que vino después hubo un calzado que nos igualó y que se convirtió en un símbolo de esa clase media a la que fuimos llegando desde abajo. Fueron los zapatos de la marca ‘Gorila’. La primera tienda en Almería que los puso en sus escaparates fue Calzados Plaza, de Pedro Plaza Ortega, en el número 31 de la Puerta de Purchena. Corría el año 1955.



Los ‘Gorila’ fueron evolucionando para adaptarse a las necesidades de los nuevos tiempos hasta que en la segunda mitad de los años 60, coincidiendo con la eclosión de los anuncios televisivos, se convirtió en el calzado más famoso del país, llegando a formar parte de la indumentaria habitual de los colegiales.



El éxito de estos zapatos se basaba en su versatilidad y en su resistencia. Los ‘Gorila’ los utilizabas para ir al colegio y también para jugar al fútbol en medio de la calle, desobedeciendo los consejos de las madres que tanto empeño ponían en que los zapatos nos duraran al menos un invierno y si es posible que sirvieran después para el hermano que venía detrás. 



Cuando llegábamos a la casa traíamos todo el polvo de la calle metido en los zapatos y para evitar que nos regañaran o que nos impusieran un castigo, solíamos recurrir a un antiguo remedio que heredábamos de los otros niños mayores: el viejo truco de los escupitajos. A fuerza de saliva intentábamos enmendar el entuerto, casi siempre sin conseguirlo, ya que el remedio solía ser peor que la enfermedad y dejábamos los zapatos hechos un Cristo.



Llevar los zapatos sucios no era ningún defecto, más bien el llevarlos siempre limpios era un elitismo del que disfrutaban unos pocos, aquellos que nunca jugaban en la calle, los que cumplían a rajatabla las recomendaciones maternas, los que de verdad estaban bien educados.



Solía ser habitual en aquellos tiempos que los zapatos se limpiaran una vez a la semana, casi siempre los sábados por la tarde o los domingos por la mañana. Cuando a los siete u ocho años de edad cruzábamos la frontera de la Primera Comunión, que era como la primera huida de la infancia, caía sobre nuestras cabezas la responsabilidad de tener que oir misa todos los domingos y fiestas de guardar. Lo peor no era esa sensación de tiempo perdido que nos invadía cuando llevábamos media hora escuchando el sermón, sino que para ir a la iglesia era obligatorio ponerse la rompa limpia, con  la que no se podía jugar al fútbol, y limpiarse bien los zapatos. Eran los años de apogeo del kanfort, aquel betún líquido que solo precisaba quitarle el tapón y pasar la esponja empapada por el calzado. Cómo brillaban los ‘Gorila’ con una buena mano de kanfort y con el remate del cepillo que los dejaba como espejos.



Si ir a misa nos parecía una manera inútil de perder el tiempo, en cierto modo sentíamos algo parecido cuando nuestras madres se pasaban quince minutos dejando los zapatos como nuevos. Para qué tanto trabajo si el brillo nos iba a durar en los pies lo que tardáramos en escuchar la misa y volver al fango.


Esa inclinación generacional a jugar con los mismos zapatos con los que íbamos al colegio no era un capricho ni una forma de rebelión contra la autoridad materna, sino una necesidad porque la mayoría de los niños de la clase media no sabíamos todavía lo que era unos tenis, que comenzaron siendo otro elitismo.


En los veranos dejábamos los ‘Gorila’ guardados en una caja en el armario y nos colocábamos las sandalias. Algunos teníamos el privilegio de contar con dos juegos de sandalias: unas de diario y otras de domingo. Las primeras eran de batalla y terminaban casi siempre en el quirófano del zapatero remendón; las segundas, las de color blanco, eran para los días señalados. 


Los más humildes se tenían que conformar con montarse en aquellas sandalias de goma que se hicieron tan populares a lo largo de varias décadas. Eran de goma pura, lo más barato que había entonces en los mercados. Cuando por los efectos del calor y de la tierra de las calles empezabas a sudar, por el filo de la goma se iba quedando un rastro de roña que se grababa en el pie como un tatuaje.


Años después llegó la revolución de los tenis, también llamados zapatillas deportivas. La primera marca que tuvo renombre fue la ‘Keds’, aunque pronto llegaron a las tiendas otras imitaciones, como los famosos tenis ‘La Tórtola’, que acabaron siendo una moda en los barrios más humildes. Eran muy baratos, pero tan efímeros que al tercer partido de fútbol callejero ya se te había rajado la tela.


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