Siempre había un colorín piando desde una jaula en la pared blanca del patio y siempre reinaba ese antiguo almizcle a jazmín mientras una moza fregaba de rodillas muy de mañana las escaleras. Eran esas pensiones y fondas antiguas, modestas, que tanto proliferaron en la Almería de carros y tartanas, cuando no existía el Gran Hotel ni el Torreluz.
En esas casas de huéspedes, llenas de macetas, que parecen tan lejanas pero han estado ahí hasta hace poco, sobre todo en el entorno de Puerta Purchena y Obispo Orberá, la patrona sacaba las sillas de anea a la calle y se sentaba con sus hospedados en las noches de verano para hablar de lo que fuera. Había viajantes, funcionarios, soldados, familias que venían de los pueblos al especialista, estudiantes y viajeros románticos como aquel Gerald Brenan que por las noches dormía atormentado por las chinches en un camastro de la Pensión La Giralda y por el día se iba a conocer a las putas de Las Perchas. Eran fondas de veinte o treinta habitaciones para clientes estables o de paso, a 10 o 15 pesetas la pensión completa.
Uno de esos establecimientos que abrió sus puertas a mediados de los años 50 hasta principios de 2000, fue el Hostal Universal de Manuel Bautista Gómez, natural de Lúcar y tío de Juan Imedio, el entrañable celestino de jubilados en las tardes de la televisión andaluza. Aún se conserva la puerta metálica junto a la esquina que da al Kiosco Amalia y la piedra de la fachada. El Universal relevó a la sede de la Sección Femenina cuando se trasladó a la Carretera de Ronda como Escuela de Mandos (actual Museo Arqueológico), llevándose el yugo y las flechas que adornaban el frontispicio. Antes estuvo en ese céntrico inmueble el Hostal Suizo y antes aún fue la casa del prócer Ginés Orozco Segura, jefe de los Liberales en Almería. Manuel Bautista regentó siempre las 30 habitaciones de la fonda con diligencia y ya en 1958 puso líneas de teléfono en los dormitorios, casi un lujo asiático para la época.
Bautista era un hostelero bien relacionado, que se convirtió en una suerte de embajador de la gente que venía de los pueblos del Alto Almanzora de donde él era oriundo. Tenía mucha clientela de reclutas del Campamento de Viator que llegaron a disponer de una taquilla para poder cambiarse de ropa los domingos y pasear como civiles por el Paseo flirteando con las muchachas.
Allí laboró Bautista con su esposa Lilia Caparrós Quesada y con sus hijos, tratando de dar siempre el mejor servicio, junto a la Comandancia de la Guardia Civil y la tienda Madiló que aún sobrevive.
Hasta que traspasó el negocio a José Manuel Ramírez Caparrós y luego a Francisco Alonso Zamora que lo mantuvo unos cuantos años más. Se fue degradando un poco al final la clientela del Universal. Ya habían ido desapareciendo los viajantes, los funcionarios, los huéspedes estables y había ido medrando otro tipo de cliente ocasional que alquilaba habitaciones por horas para un uso más fugaz, con las ventanas cerradas y bajo la sola luz de una bombilla viuda colgando del techo que se encendía con uno de aquellos pulsadores de porcelana. Uno de los empleados más leales y duraderos en ese genuino hostal fue José Martínez Carricondo.
Oriundos de Lúcar regentaron también otras de aquellas pensiones antiguas del centro de la capital como el Hotel Comercio en la Plaza de San Sebastián y el Hotel Victoria en la calle Castelar. Algunas de esas casas de huéspedes disponían de coche propio para acercar a sus clientes y el equipaje a la estación de tren o a los barcos de pasajeros anclados en la rada.
A pesar de lo elemental que eran esas casas de huéspedes antiguas, tenían mucho de ceremonioso, de entrañable, de convivencia real, como le gustaba describir a Pío Baroja en aquellos novelones sobre el viejo Madrid. En esos comedores se sentaba a comer lo mismo un viajante de bisutería al lado de un estudiante de notarías, que un arriero al lado de un funcionario de aduanas llegado de Asturias. Y hablaban de lo divino y de lo humano, mientras la señora les iba sirviendo el potaje de garbanzos. Antes, por la mañana, la moza de la fonda, cuando los huéspedes se hubieran ido al trabajo, habría ventilado las habitaciones, habría aplanado el colchón de espuma más que combado de tanto uso, habría rellenado de agua la jofaina y habría puesto una pastilla nueva de jabón.
El río de la vida pasaba por esas pensiones en las que pivotaba el día a día de los forasteros, de los que venían para unos días o para unos meses y que, en algunos casos, terminaron quedándose de por vida en la ciudad. Esos peritos, empleados de banca, profesores -como la propia Celia Viñas que se alojó en el Andalucía- que se echaban uno novia y no abandonaban la fonda hasta que no se casaban.
Largas amistades de toda la vida empezaron por engendrarse en uno de esos hostales como el Universal, pero hubo otros muchos: El Sur de España, de Rafael Usero; el Imperio, de la familia Castillo, que luego pasó a ser Hotel Bristol; la pensión Sevilla, de Manuel Bautista Sevilla; pensión Peláez; el hostal del fotógrafo Guerry; La Perla, que empezó siendo una fonda en la Plaza de las Flores, cita de novilleros, subalternos y monosabios; La Rosa; San Rafael, de don Antonio Torres; Los Arcos, de don Antonio Frías; la Virgen del Pilar, de don José Simón; La fonda Central, en Rueda López; pensión Levante; Pasaje; La Pampa: Madrid; Casa Martínez, en la calle Memorias; Casa Nicolás; El Cocinero, en Martínez de Castro, La Granadina; Casa Joaquina, en Carretera de Ronda; Laureano; Casa María, en la Ronda de los Pinos; Nasari, en la calle Emilio Ferrería, pensión Los Olmos, en la Plaza Bendicho, pensión Paquita, en Braulio Moreno; La Provincial, en la circunvalación del Mercado; la Rosaleda; pensión Sáez; Villa Bédar, en el Mamí; Víúdez en la calle Cámaras; pensión Virtudes, en la calle del Hospital; pensión la Quiniela, en carretera de Cabo de Gata; y otras muchas más cuya memoria se difumina.
Más antiguas eran las posadas, con cuadras para las bestias, cuando aún se circulaba por el centro de la ciudad decimonónica con tracción animal. Una de las más acrisoladas era la de los Álamos, donde se levantó después La Casa de las Mariposas, Se abrió en 1862, a cargo de Cristóbal Caparrós y después se trasladó a la Plaza de San Sebastián. Tenía la parada de carruajes y tartanas que venían de los pueblos.
Hubo otras que se pierden en la noche de los tiempos como la Posada del Catalán, la de Berenguel, la del Capricho, la del Mojo, la Posada o Parador del Príncipe de José Peláez, el Parador de Martínez en Juan Lirola, la de la Plaza del Mercado, la de Los Arcos, la de la Estrella, la del Mar, que se llenaban de granadinos en la temporada de baños o en la feria para ver las corridas de toros. Había incluso una calle llamada de Las Posadas, perpendicular a Pablo Iglesias.
En 1926 se llegó a constituir una Asociación de Fondistas de Almería que contaba con 35 hosteleros. Los hoteles modernos y los nuevos tiempos fueron acabando con toda esa liturgia tan fraternal que se gastaba en las viejas posadas y pensiones almerienses, cuando en los periódicos se anunciaba quién llegaba y quién marchaba de la ciudad.
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