Había que tener amigos hasta en el infierno, mucho más en el Ayuntamiento, que era donde se cocían los problemas de la vida cotidiana de los almerienses. Tener un conocido bien colocado te abría muchas puertas y te ayudaba a encontrar soluciones, sobre todo cuando empezaron a llover las multas de tráfico y era necesario un buen paraguas para no mojarse.
Con las multas llegaron los chanchullos. Quién no conocía a alguien que tenía un vecino o un familiar trabajando en el Ayuntamiento, al que había que recurrir cuando llegaba ese momento fatídico en el que al llegar al coche te encontrabas con el papelito de la multa. La primera reacción, cuando te caía la sanción, era acordarte de toda la familia del policía municipal que te la había colocado y repetir aquello de que todos aquellos funcionarios eran unos inútiles, “más vagos que la chaqueta que llevaban”, como contaba el dicho popular. Cuando se te pasaba la primera irritación era el momento de buscar una salida airosa, que siempre pasaba por no pagar la multa, por buscar el camino para salir indemne o lo que era lo mismo: ir a hablar con fulanico de parte de menganico para que el castigo no siguiera adelante.
Las multas de tráfico formaban parte de un reglamento que casi nunca se cumplía. En la década de los cincuenta, Almería seguía siendo una ciudad pueblerina donde circulaban más coches de caballos, más carros y más bicicletas que vehículos de motor. El parque automovilístico era tan escaso que todo el mundo sabía quién conducía ese coche que cruzaba por el Paseo. Hasta los carteros que llevaban los telegramas iban en bicicleta.
Este panorama empezó a cambiar en los años finales de la década. El primer síntoma del progreso social, el primer signo de que la autarquía de la posguerra empezaba a ser historia, fue la democratización del coche, llamado entonces utilitario.
Fueron los años de los primeros Seat 600, que se convirtieron en el símbolo de la clase de media. Las calles de Almería, que salvo unas pocas excepciones no estaban preparadas para el tráfico de vehículos al ser estrechas y estar mal pavimentadas, se empezaron a llenar de coches y de ruidos. Fue toda una revolución que obligó a las autoridades a tener que tomar medidas para garantizar la convivencia en la ciudad.
En el mes de junio de 1959, el entonces alcalde, Antonio Cuesta Moyano, se vio obligado a dictar un bando de circulación “ante el elevado número de accidentes de tráfico que tienen como causa el proceder de conductores y peatones con olvido de las normas contenidas en el Código de Circulación”, decía el escrito.
¿Qué pasaba en Almería para que el alcalde tuviera que tomar medidas? Que cada conductor ajustaba las normas a sus necesidades: se aparcaba en el primer hueco que hubiera y se saltaban las señales de ‘stop’ y de ‘dirección prohibida’ como si no existieran.
Para poner orden en medio del caos, el señor Cuesta Moyano dispuso que la velocidad máxima autorizada dentro de la ciudad para toda clase de vehículos era la de 20 kilómetros por hora y que las multas se impusieran a rajatabla. La cuantía era importante, se castigaba con cincuenta pesetas al que excediera la velocidad estipulada; al que circulara por dirección prohibida; al que desobedeciera las órdenes de los guardias de circulación; al que abandonara el vehículo en la vía pública; al que transportara viajeros en las populares motos ‘Isocarro’ y a los conductores de bicicletas que llevaran a un pasajero subido en el portaequipajes o en la barra de la bici, que era algo habitual.
La medida no fue bien acogida por la mayoría de los almerienses. Aquí estábamos acostumbrados a conducir a nuestro libre albedrío y que te impusieran una multa de diez duros era un golpe bajo, un quebranto económico y una bofetada moral, ya que el Ayuntamiento, para reforzar su autoridad, puso de moda que los nombres de los que fueran multados por infracciones de tráfico salieran publicados en las páginas del diario local Yugo.
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