Era un álbum de terciopelo azul que aún se conserva, cargado de imágenes pegadas con charnelas. El caudillo lo tuvo entre sus manos en la recepción que le dieron en la Plaza Vieja en su tercer viaje a la vieja ciudad uvera y minera. Fue un 31 de abril de 1961 y era domingo.
Las fotos de ese portfolio, al que se asomaba Franco esa tarde eran las de los arrabales chanqueños, en donde solo se comía una vez al día y se lo entregó el delegado provincial de Sindicatos, Emilio Viciana Góngora, junto a las conclusiones del Consejo Económico y Sindical de la provincia. Pero el dictador no hizo mucho caso de las ilustraciones pobladas de cuevas y niños desnutridos. Lo soltó con desgana, según un testigo, y dijo sobre ese barrio milenario y marginal almeriense que “España no disponía de medios ni bienes para resolver a un tiempo todos sus problemas sociales”-según recogió la prensa de la época- añadiendo que “hay que centrarse primero en el agua y en el alcantarillado que son la base de la salud y la sanidad”.
El autor de esas fotos descarnadas que violentaron a Franco, era Marino Álvarez Mínguez, un curilla enjuto y enérgico, que se había convertido en la voz de los humildes, de los que nada tenían en ese barrio de arcilla, quien quiso aprovechar la visita del General para mostrarle todas las miserias de la tierra unidas.
Don Marino había sido designado por el obispo, Alfonso Ródenas, cura de la parroquia de San Roque en 1955. Se había criado en una cuenca minera de Cantabria, viendo a hombres como su padre bajar a los pozos a por el carbón, sabiendo de estrecheces y penurias, pero al percibir el extremo abandono chanqueño exclamó: “Los establos de las vacas de mi pueblo son mejores que estas chabolas”. Las imágenes que esa tarde dominical ruborizaron a Franco formaban parte de un reportaje fotográfico que don Marino tituló ‘Suburbios’, que surgieron de los carretes de su rolleiflex, que fue revelando entre 1956 y 1961, antes de que llegara al barrio milenario el ojo de Pérez Siquier, la espátula de Perceval o la libreta de Goytisolo.
Don Marino era conocedor del reportaje de 1943 que hizo la Falange, que también le enseñaron al Dictador en su primer viaje a Almería, y quería demostrarle a Franco que más de una década después, en esa esquina olvidada de la España “que quería vivir y a vivir empezaba”, nada había cambiado: allí seguía la infravivienda, la falta de higiene, los niños desnudos, el tracoma y la desnutrición.
Contabilizaba entonces don Marino en La Chanca 16.000 almas, el 60% pobres de solemnidad, repartidas en 900 cuevas y 1.600 chabolas sin un solo centro médico, sin un maestro, sin un mercado, ni un delegado de distrito, ni una cooperativa de consumo “¡Cuánto cuesta ser pobre!”, exclamaba.
En ese álbum aparece la plazoleta de la calle Valdivia llena de excrementos y heces a la luz del sol o de la luna, ante la falta de alcantarillado y de pozos negros. Don Marino recoge, para escarnio colectivo, la estampa de una cueva derruida, sin víctimas mortales, como si fuera una caverna prehistórica, con gallinas triscando en la puerta.
Aparecen en el álbum las Cuevas del Pecho, por debajo de la Alcazaba, que ya empezaban a ser visitadas por aquellos turistas incipientes; se observa el peligroso desfiladero agrietado para acceder a las Cuevas de las Palomas, donde una mañana de diciembre de 1956 se mató un joven pescador cayendo al vacío; se divisa el barrio de Chamberí, con un vertedero de excrementos a la derecha conocido como ‘La mancha negra’ y al fondo, las cuevas de San Joaquín; emerge en el papel satinado la chiquillería, los hijos de pescadores delante de las puertas y ventanas naturales de la cuevas con una sola habitación interior, cuyo suelo de piedra aparece ocupado por camastros.
En la fuente de la Huerta Cadenas, las mujeres y los niños aguardan el goteo del caño. Los particulares venden a los pobres el agua a veinte céntimos el cántaro; asoma también, en ese álbum del cura-fotógrafo, el Camino de la Campsa con las ruedas de los hileros a la vera, la vieja trapería, el avispero humano de las cuevas de San Roque en la propiedad del señor obispo por cesión del Monte de Piedad, así como la vía de prolongación hacia las canteras, una calle que se convertía en un río cuando llovía; sobresale una chabola hundida de madrugada en la travesía de la calle Capitana, milagrosamente sin víctimas. “Madre, que crujen las maderas”. Cuando la madre sacó al último hijo paralítico se hundió quedando solo un gallo coronando los escombros.
Flota también en el papel albuminado de don Marino el antiguo Cerrillo del Hambre, con sus faldas llenas de chozas, con sábanas tendidas en las puertas y jaulas de pollos de perdiz y niños que más que niños son ya hombres prematuros que se embarcan a la traíña con solo 13 años. En una de esas cuevas vivía Dolores, una mujer de 26 años y diez hijos, todos bautizados -aseguraba el cura- de ellos ocho vivos. La cueva de la Campsa, llamada así porque allí se escondió el combustible del Puerto para no ser bombardeado durante la Guerra, era la cantera en cueva más larga de todas, ya clausurada. En los años 70 estuvo destinada a cultivar champiñones.
Fue siempre un cura incómodo para el poder, don Marino. Gracia a él, por el despacho de El Pardo se pronunció más de una vez el nombre de La Chanca, como un eco reverberante de los ministros que regresaban de los viajes polvorientos a Almería, que volvían de confrontarse con el cura justiciero de San Roque, una de las personas, junto con otras cuantas, que más hizo por conseguir la urbanización del barrio, por transformar un barranco en la actual Avenida del Mar, por acabar con las cuevas insalubres y con la imagen de niños famélicos y descalzos, por dar carpetazo a ese maldito pintoresquismo, como si fuese el parque temático de una tribu indígena, que tanto sirvió de excusa para mantener esa vergonzante Vileza humana en lo más alto de la ciudad.
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