Ese puerto amable y familiar que nos abría los brazos los domingos, que nos acogía como un vientre materno, que nos invitaba a fugarnos, se convertía en un animal temible cuando se metía el temporal de poniente.
El viento venía a renovar el paisaje y después de tres días de tempestad uno tenía la impresión de que al muelle, al faro, a los espigones y al horizonte les habían dado una mano de pintura.
Cuando el temporal entraba con fuerza el puerto se quedaba desolado como si hubiera pasado una guerra. Los sonidos de la ciudad desaparecían, los motores de los barcos se apagaban y allí no reinaba más ruido que el de la naturaleza. El viento soplaba y el mar se levantaba como un gigante golpeando la rocas y subiendo los peldaños de la escalinata, donde nadie se atrevía a asomarse.
Era un gran espectáculo que tenía un componente terapéutico. No había nada mejor que irse al puerto en una mañana de temporal para volver renovado, con los pensamientos más limpios. El viento te removía los cajones interiores y se llevaba las telarañas del cerebro. Salías despejado, como si el mar se te hubiera instalado por dentro.
De niños solíamos desafiar el temporal sin miedo. Formábamos una cadena agarrados de las manos y jugábamos a aguantar las arremetidas del viento tratando de que no nos tirara al suelo.
En aquellos días de poniente el barco de Melilla llegaba con retraso y a veces no llegaba; las grúas cesaban en su actividad y ni los pescadores se atrevían a pisar el muelle. Sólo había un loco que desafiaba a la naturaleza y se colocaba en el último peldaño de la escalinata real para echarle de comer a los pescados. Era un interno del Asilo que bajaba desde el Hospital con una talega en la mano llena de pan duro que había rescatado del comedor. En la soledad del puerto se sentía como si estuviera en su casa, él solo frente al mar, él y los pescados con los que mantenía una extraña conversación. Los niños le decíamos el loco del puerto, porque se jugaba la vida en aquellos trancos resbaladizos y porque cuando terminaba de echar las migas al mar regresaba con la ropa empapada, como si se hubiera tirado de cabeza al agua.
Antes de volver al Hospital, Amaro, que así se llamaba, buscaba el banco más soleado del Parque y allí se tendía mirando al cielo hasta que el viento y los rayos le secaban los pantalones.
Cada temporal, ya fuera de viento o de lluvia, le cambiaba la cara no solo al puerto, también a la ciudad. Al día siguiente, cuando íbamos a ver sus consecuencias, teníamos una sensación de final de ciclo, como si el mar, empujado por el viento, como si la lluvia salvaje y todo lo que había arrastrado el río, fueran el inicio de una nueva etapa donde el aire parecía más puro y los colores brillaban como debieron de brillar el primer día de vida sobre la tierra.
El día después de un temporal se contabilizaban los desperfectos: los árboles dañados en el Parque, las embarcaciones arrastradas en el puerto, lo que habían dejado de ganar los pescadores que no habían salido a faenar, las viviendas que habían resultado heridas en los barrios más pobres y lo que había arrastrado el río hasta el mar. Llegaba turbio, cargado de ramas, llevándose sin esfuerzo todo lo que encontraba. Cuando aquel torrente se fundía con el mar el agua se teñía con una capa de barro que iba cambiando el color del horizonte. En aquellos momentos se creaba un silencio crepuscular y solo se escuchaba el ímpetu del torrente arañando las dos orillas.
El día después de un temporal no reconocíamos algunos de nuestros paisajes cotidianos. La playa que iba desde el cable Francés hasta el Zapillo desaparecía como si se la hubiera tragado la fuerza del mar y donde había arena aparecía un rastro desolador de matorrales, ramas y despojos, extendido como una alfombra hasta los pies de los edificios. En medio de aquel escenario irreconocible por el que parecía que había pasado el fin del mundo, los niños se encargaban de recuperar la normalidad cuando en medio del caos jugaban buscando entre los restos del naufragio algún tesoro que hubiera devuelto el mar.
El día después de un temporal, mientras se hacía balance de los daños, las fuerzas vivas de la ciudad recordaban la necesidad de construir un Paseo Marítimo y reforzar los espigones para que nos protegieran de la fuerza incontrolable de la naturaleza.
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