El Levante no existe, como no existe el Poniente. Lo que existen son los pueblos y sus cosas y las relaciones familiares y de amistad entre ellos. Y el trabajo y las vivencias compartidas entre sus habitantes; el Levante no existe nada más que para los mapas de la Diputación, por la utilidad de compartimentar la provincia, como los europeos compartimentamos África, sin mirar etnias ni tribus; el Levante no existe, digo, existen los turreros, los mojaqueros, los carboneros, como existen los veratenses y los cuevanos y los garrucheros y los gallarderos y cómo se han relacionado y se relacionan, como una comarca natural, a través de sus caminos y peajes, a través de la Caita que nos llevaba al Instituto de Vera o al mercado de Turre, a través de los partidos de fútbol que a veces acababan en batalla campal, a través de sus fiestas patronales en las que una vez al año cada santo tenía su minuto de gloria; el Levante no existe, existe una forma de hablar común desde la Isla de San Andrés a la de Terreros con el ico y con la ica, comiéndonos las eses como si no hubiera un mañana, sintiéndonos retratados todos por igual cuando leemos un poema de Sotomayor.
Debe haber pocos distritos en España como éste, donde haya tantas relaciones cruzadas, tantos casamientos entre pueblos vecinos, tanto vínculo afectivo, tanto comercio y cliente cruzado: uno podía y puede irse a afeitar a Turre y comprarse un traje en Vera o un dormitorio en Huércal Overa; el Levante no existe, existe la emoción de vivir en una tierra fronteriza común.
Y una de las cosas más emocionantes de estos pueblos ha sido y es disfrutar de la mágica ruta de sus ferias, a las que pocos renuncian y que es en el otoño cuando adquieren todo su fulgor. De niños teníamos que ir con los zapatos limpios y empapados de agua de colonia para que nuestros padres nos dejaran ir a la ferias. Allí nos encontrábamos con gente que solo veíamos una vez al año, con los compañeros del Instituto, con familiares lejanos de los que nos escondíamos para que no nos vieran fumar. Ibamos con toda la ilusión del mundo a los autos de choque, a beber las primeras cerveza en la barra de la plaza, a disparar en la caseta de tiro. Ibamos como estrellas del rock y volvíamos como teloneros derrotados, con los zapatos llenos de polvo y los faldales por fuera con el deseo de llegar a casa, quitarnos las sandalias y acostarnos en la cama reventados.
Ahora que los huercalenses disfrutan de sus fiestas, con las mesas corridas de Las Vegas y El Puertecico llenas de gente animosa que sale sonriente en las fotos de los periódicos, uno cae en la cuenta de la felicidad compartida de esos festejos en los que los levantinos nos convertimos en turroneros o en los titiriteros de aquella melodía de Serrat.
Atrás quedan las ferias veraniegas de Los Gallardos por la Virgen del Carmen y de Carboneras por San Antonio, con sus conciertos a la luz de la luna frente al Castillo; atrás también las de Garrucha con su Malecón abarrotado y los veladores de sus heladerías y aquella discoteca Acuarios donde se danzaba sin parar en plena época hippie; atrás queda San Agustín en Mojácar, en los últimos rescoldos de agosto, con su legendaria Plaza Nueva desde donde tantos amaneceres han disfrutado generaciones de nativos y forasteros después de bailar Paquito el Chocolatero agarrados de la mano, después de tantos merengues estampados en la cara del compañero oyendo a la Orquesta Expresiones, por ejemplo.
Y después viene Antas inaugurando septiembre con su verbena en la Era Lugar, donde una noche cantó La más grande, en tiempos de Frasquito Pérez Casquet, cuando los cubatas valían a duro. Antas en esos días es un pasodoble continuo frente a la ermita de la Virgen de la Cabeza y el horizonte de los pollos asados dorándose a fuego lento y de los campos de naranjas esperando madurar. Y llega Vera como siguiente parada ferial, con su gente de la calle de La Plata, de la calle Aurora, peregrinando hasta la Plaza Mayor, cuando aún no existía la fiesta en El Palmeral, con sus casetas de partidos y hermandades. Vera era y es la feria elegante, la de los festivales de teatro, la de las verbenas de Antonio Carmona, cuando Ramón el de la tienda hacía el agosto vendiendo corbatas para los bailes amenizados por Los Icaros o por aquella entrañable Orquesta Donaire.
Y compartiendo protagonismo en esos días, Pulpí y su San Miguel Arcángel, y sus toros de fuego chisporroteando por las calles y metiendo el miedo en el cuerpo, mientras van cayendo brindis de chupitos en el bar El Cordobés.
Y al mismo tiempo, llega la luz de la feria de la minera Bédar en lo alto de la montaña, oliendo a leña y a pan recién hecho, con sus batallas entre moros y cristianos, con su aire serrano, con su pregonera Maruja, con la fragua de Diego Rubio, con el recuerdo de otras ferias en las fotos de Antonia la Retratista almacenadas por cada familia en cajas de galletas.
Y después, ya en octubre, llega Turre, con sus gitanos cantando y bailando de alegría, con el ritual de los caracoles en Adelina, con el rumor de su fuente junto a los bailes de la plaza donde quien nunca falla es el ficus centenario como nunca fallan las cintas a caballo en ese pueblo de sastres, molinos y boliches. Allí estaban siempre los puestos de dulces, los petardos de la calle Rosalías, la jibia del bar de Frasquito Baraza y los ingleses colorados de sol bajando de Cortijo Grande.
Y Cuevas del Almanzora, que vendrá en noviembre cerrando temporada, como la feria de los abrigos, con Los Puntos, con los insuperables voladillos y michirones de las hermandades en las casetas frente a la Nave Polivalente.
Pero es ahora Huércal-Overa la hospitalaria la que es protagonista, donde se puede comer turrón del bueno, donde aún se recuerda el récord de Betty Missiego actuando cinco años, como aún se recuerda la pista de coches de Manolo Tortosa o a Los Sirex con ‘Si yo tuviera una escoba’ o la discoteca People, llena de parejas o el bodegón de Jaime donde se iba a comer choto al horno. Todo eso y más es el Levante, aunque en realidad no existe.
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