Cuando los albañiles eran mayoría

En Almería dabas una patada a una piedra y salía un albañil

Miembros de uno de los cursos que se organizaban en Almería para preparar y reciclar obreros.
Miembros de uno de los cursos que se organizaban en Almería para preparar y reciclar obreros. La Voz
Eduardo de Vicente
07:00 • 08 nov. 2021

Encontrar un albañil es tan complicado como que te toque la lotería. Es un oficio en extinción, al menos entre la población autóctona. Los jóvenes ya no quieren saber nada de los andamios y son alérgicos a los cubos de mezcla. Ven un palustre y se persignan como si hubieran visto al mismísimo belcebú. Si uno se da una vuelta por las obras públicas que se están llevando a cabo en la ciudad, descubre que un porcentaje muy alto de los trabajadores empleados en la dura tarea de poner adoquines en las calles son inmigrantes. 



Ya no se llevan las manos con callos ni aquellos pañuelos que se ataban sobre la cabeza para evitar los efectos del sol, que formaban parte de la indumentaria de nuestro amplio gremio de albañiles. Cuando yo era niño, allá por los primeros años setenta, dabas una patada a una piedra y salía un albañil. Todos conocíamos en nuestra calle a algún vecino que se dedicaba a la construcción o se ganaba el pan con el noble arte de hacer chapuzas. 



Cuando flaqueaba en los estudios, cuando dudaba si seguir adelante o aprender un oficio, mi padre me invitaba a asomarme a una obra para que tomara conciencia de la dureza del trabajo. Entonces no había tanto adelanto técnico como ahora, y los albañiles sin graduación tenían que subir los carros llenos de mezcla a mano, por aquellas rampas de madera que se asomaban al abismo. 



Qué duro era ser albañil. Había que madrugar y poner ladrillos desde las alturas a lo largo de jornadas eternas de trabajo. Cuando llegaba la hora del almuerzo y los demás teníamos nuestro plato caliente encima de la mesa, ellos se quedaba en la obra, buscaban una sombra y sacaban de las talegas aquellas comidas rudimentarias donde no faltaban nunca las fritadas ni los embutidos. Como no eran delicados no necesitaban lavarse las manos con jabón antes de comer. 



A mí me gustaba ver la escena del tocino, cuando cogían la manta y con una navaja iban cortando y comiendo. Los albañiles no sabían lo que era el colesterol porque todo lo que ingerían lo gastaban después subidos en el andamio. 



Otro oficio de aquel tiempo era de ‘blanqueaor’. Había una cultura de la cal que venía de antiguo, cuando para higienizar las calles y evitar las epidemias, las autoridades sanitarias obligaban a llenar de cal las fachadas y las habitaciones de las casas. En las casas donde convivían con un tuberculoso se recomendaba blanquear con frecuencia para evitar el contagio. “La cal cura”, se decía entonces.  



La cal fue la pintura de los barrios pobres, una señal de pulcritud que indicaba que la humildad de las familias se llevaba con la máxima dignidad y por pobre que uno fuera podía tener la casa limpia por poco dinero. A veces, se blanqueaba en exceso y por esa obsesión permanente por el blanco se le daba una mano hasta a la placa del nombre de la calle. En agosto de 1939, la alcaldía emitió una nota advirtiendo a la población de que “en la limpieza de las fachadas no hay que borrar ni el nombre de la calle ni el número de la casa”. 



Almería llegó a tener manzanas enteras de terrados encalados. Era costumbre echarle una ‘lechá’ al suelo de la azotea para sanearlo y también para evitar las goteras. La cal se utilizaba mucho en los pueblos para limpiar los rincones de las chimeneas cuando se hacía de comer, y en la ciudad, cuando llegaba el mes de mayo, se blanqueaban muros y fachadas por todos los barrios.


La figura del ‘blanqueaor’ era una estampa típica que estuvo vigente hasta los años setenta. Llegaban con la escalera de madera sobre el hombro, un cubo viejo y una escoba. La cal viva se compraba en terrones en la calera que había por el Quemadero, aunque hubo un tiempo en el que los vendedores ambulantes la ofrecían por las calles al grito de: “A la cal blanquísima, niñas”.


Todos conocíamos a alguno de aquellos ‘blanqueaores’ que se jugaban el tipo en el último peldaño. Los niños los mirábamos con miedo y admiración, preguntándonos cómo podían estar allí subidos, con el cigarro en una mano y la brocha en la otra, con el cubo apoyado en la escalera y cantando una canción.



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