Los desfiles y la educación casi militar

En la foto, los alumnos de la Escuela de Formación desfilando por el Paseo.

Los desfiles formaban parte del menú diario en nuestras calles. En la foto, los alumnos de la Escuela de Formación desfilando por el Paseo.
Los desfiles formaban parte del menú diario en nuestras calles. En la foto, los alumnos de la Escuela de Formación desfilando por el Paseo.
Eduardo de Vicente
22:25 • 10 nov. 2021 / actualizado a las 07:00 • 11 nov. 2021

Nos bastaba el palo viejo de una escoba para ponernos a desfilar subidos al ‘terrao’. Con un trapo de colores fabricábamos una bandera mientras que un hermano o un vecino de la calle, nos acompañaba tocando el tambor. Después venían los Reyes Magos con la escopeta de plástico de la serie de Bonanza y nos creíamos soldados de verdad, marcando el paso con ardor guerrero, imitando a los soldados del cuartel que en las fechas señaladas salían por las calles desfilando.



Los desfiles y los gestos militares formaban parte del menú diario en nuestra infancia. Estaban integrados en nuestra educación desde que teníamos uso de razón. Cualquier celebración se adornaba con el correspondiente desfile de las fuerzas armadas, por lo que los niños fuimos creciendo marcando el paso y emocionándonos cada vez que a lo lejos escuchábamos los sonidos de las cornetas y los tambores.  Aquella estampa de los soldados armados desfilando, con gesto serio como si cinco minutos después se fueran a alguna guerra, nos atraía y también nos imponía, nos producía un poco de miedo. Quizás por ese motivo nos gustaban tanto los desfiles.



Lo militar lo teníamos asumido como si formara parte de nuestra cultura más honda. En la tele echaban una serie que se llamaba “Por tierra, mar y aire”, donde nos contaban historias reales de viejas guerras y hacían una exaltación a todo lo militar. No es extraño que después, cuando salíamos a la calle, nosotros guerreáramos también aunque fuera a pedradas con el ejército del otro barrio. 



Éramos militares desde niños, aprendices del oficio desde que en el patio del colegio nos enseñaban a cubrirnos y a colocarnos en la posición de firmes. Salíamos al recreo con la vana ilusión de que nos dejaran jugar al fútbol dándoles patadas a un balón de papel y nos encontrábamos con el castigo del profesor chusquero que con los vientos castrenses subidos nos confundía con reclutas. “Venga niños, colocaros en fila. Uno detrás de otro”, nos decía a gritos. Y allí en mitad del patio, mientras las niñas se reían en voz baja, nosotros nos convertíamos en marionetas que levantaban el brazo como autómatas hasta tocar el hombro del que había delante. Nos movíamos con torpeza, como reclutas recién llegados del pueblo, y así íbamos interiorizando los primeros gestos militares, en un adelanto de lo que nos encontraríamos después, el día que de verdad nos fuéramos al servicio militar.



“Firmes”, volvía a gritar el maestro y allí estábamos nosotros, rectos como velas, sintiéndonos tan absurdos como  las órdenes que recibíamos, rígidos e inexpresivos, como si no tuviéramos derecho ni a respirar durante varios segundos. 



Un par de veces al año, nos sacaban del colegio para hacer alguna excursión. Unas veces nos llevaban al cine para celebrar el día del patrón de la escuela y otras subíamos a la Alcazaba a dibujar. Cuando íbamos por la calle nos llevaban como soldados en el periodo de instrucción: perfectamente ordenados y sin que sonara una voz más que otra para que todo el mundo viera lo bien educados que estaban los alumnos del colegio.






Si a alguno se le ocurría salirse del rebaño, ya sabía el castigo que le esperaba después, el temido cuarto de los ratones del colegio, que  fue la primera noción que tuvimos de un calabozo. La disciplina militar la soportábamos a diario en el aula. Cuando el maestro se ausentaba de la clase no solía permitir ninguna alegría colectiva y para que los folloneros nos perturbaran el silencio, dejaba al enchufado de turno apuntando en la pizarra. 


El día que llegaba una visita a la clase, ya fuera el Obispo o el hombre que traía las colecciones de estampas, estábamos obligados a actuar con la máxima disciplina: nos levantábamos como resortes de las sillas y en posición de firmes le dábamos la bienvenida a coro, sin movernos hasta que nos invitaban a sentarnos, lo mismo que ocurría en la mili cuando se presentaba un superior en mitad de la compañía.


De tanta disciplina y tantos miedos, muchos decidimos colgar para siempre el palo de la escoba y el trapo de la bandera y no volver a desfilar nunca más.


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