Los niños de la maldita poliomielitis

Todos conocimos en nuestro barrio a alguien que había tenido parálisis infantil

El querido pintor almeriense José Manuel Soriano sufrió cuando era niño el virus de la polio. Su invalidez marcó su vida y también su obra.
El querido pintor almeriense José Manuel Soriano sufrió cuando era niño el virus de la polio. Su invalidez marcó su vida y también su obra.
Eduardo de Vicente
22:38 • 15 nov. 2021 / actualizado a las 07:00 • 16 nov. 2021

Recuerdo que había muchos cojos por las calles. Cojo era para nosotros todo el que no andaba con soltura. Entonces no se usaba la palabra minusválido y cualquiera que sufriera alguna anomalía que no le permitiera moverse como los demás tenía que soportar la palabra cojo como si fuera un apellido. Si el mal no solo le había atacado a las piernas, sino que también había deformado su cuerpo, el apodo más usado era el de ‘baldao’, que sonaba con más crudeza.



Todos conocíamos en nuestro barrio a algún vecino que había sufrido aquella maldita enfermedad de la poliomiletis, que tantos cojos y tantos impedidos dejó por todos los rincones de la ciudad y de la provincia. Por mi barrio era muy conocido y a la vez muy querido, Miguelico, ‘el baldao del Reducto’, un prodigio de inteligencia que tocaba la guitarra con arte y era la alegría de las fiestas y de las excursiones vecinales. Miguelico era un pozo de sabiduría y de bondad al que Dios no le dio piernas, pero sí un cerebro superdotado.



En la calle de la Almedina el inválido más popular fue Pepe ‘el cabeza’, que tuvo sus años de esplendor en la década de los sesenta y setenta, cuando a pesar de la enfermedad de las piernas era un vendaval cuando echaba a correr agarrándose con las manos en las rejas de las ventanas.



Tenía dificultades para andar porque la maldita enfermedad infantil le dejó graves secuelas físicas, pero todas las carencias que tenía en  las piernas las suplía con la fuerza que poseía en las manos. Tenía las manos más grandes del mundo, tenía dos palas como manos, tan grandes, tan llenas de vida que no había nadie que fuera capaz de ganarle un pulso. Había días que se organizaban apuestas en la barra del kiosco de Amalia a ver quién conseguía doblegarlo. Cuentan que no encontró rival hasta que una vez se cruzó en su camino un especialista de cine que vino de Madrid, que pasó a la historia por haber sido el único en doblarle la mano al gigante. 



Más allá del Reducto, al pasar la Rambla de la Chanca, reinaba Dolores, ‘la baldá’, la niña que andaba con las manos, la muchacha que utilizaba los brazos para subir y bajar las cuestas al trote con agilidad felina. Quizá fue la poliomielitis la que le dejó una huella de por vida, un estigma que marcó su existencia y la convirtió en Dolores ‘la baldá’ antes de que ella supiera que sus frágiles piernas  no le iban a servir para moverse.



En casi todos los colegios había un niño impedido que había sido víctima de la polio. Al contrario de lo que  ocurría en la calle, en la escuela nadie se atrevía a llamarle cojo o baldao a un inválido. Recuerdo con qué cariño solíamos tratar a un compañero que tenía que soportar en su pie derecho uno de aquellos zapatos ortopédicos con la suela gigante que le impedían saltar y correr como nosotros. Para que no se viera relegado, para integrarlo en el grupo, lo poníamos de árbitro o le dábamos el puesto de entrenador cuando organizábamos los desafíos con los niños de otro colegio. 



Un ilustre artista almeriense, el pintor José Manuel Soriano Fernández, tuvo que padecer de por vida las secuelas que le dejó la parálisis infantil y se vio condenado a una silla de ruedas, a pesar de su enorme vitalidad. “La pintura me libera de mi propia invalidez. Me permite soñar, olvidarme de complejos. Me ayuda a vivir”, dijo en una entrevista allá por los años sesenta. Un crítico lo definió como un pintor de fina y poética sensibilidad, gran amante de la belleza del cuerpo femenino.



La poliomielitis llegó a ser tan temida como la tuberculosis o la viruela. Atacaba siempre a los niños de corta edad y dejaba secuelas de por vida, taras que no tenían remedio. El siete de abril de 1955, festividad del Jueves Santo, el periódico local ‘Yugo’ sacaba en la portada la noticia de las exitosas pruebas de una vacuna contra la polio que se habían llevado a cabo en el extranjero. 


La vacuna llegó como un Dios y a comienzos de los años sesenta empezó a extenderse por todos los barrios de la capital y por las aldeas más alejadas de la provincia. El doctor Carlos Palanca Vidal lideró los tres equipos móviles que en el invierno de 1963 hicieron una extensa gira por los pueblos vacunando a casi todos los niños con edades comprendidas entre los dos meses y los ocho años. Los vecinos hacían colas delante de los ambulatorios para que las enfermeras le concedieran aquel milagro de las tres gotas de suero y el terrón de azúcar.


En Almería se estableció como punto de vacunación la residencia de la Bola Azul. Para concienciar a las madres de la necesidad de vacunar a sus hijos, la campaña se inició con una serie de artículos que se publicaron en la prensa donde médicos de gran prestigio como Federico Orozco y Vicente Juan Fernández hablaban detalladamente sobre la enfermedad y sus peligros.



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