Los niños de la posguerra cantaban el ‘Cara al sol’ en el colegio y se ponían firmes en el patio con la mano extendida al frente. El retrato en blanco y negro de Franco presidía las aulas a la misma altura que el Crucifijo. Si Dios mandaba en todos nosotros desde el cielo, el Caudillo lo hacía con los pies en la tierra, con la misma omnipresencia que el Todopoderoso: si iban a la escuela se encontraban con Franco; si iban al cine lo veían inaugurando pantanos o presidiendo un partido de fútbol o una corrida de toros. Hasta en las monedas y en los sellos aparecía la cara del dictador.
Esa exaltación constante de la figura del Caudillo fue atenuándose con los años. Si aquellos niños de los años cincuenta se encontraban a Franco hasta en la sopa, los que vinimos después, los de la segunda mitad de los años sesenta, vivimos más relajados ante la figura de un personaje que nos parecía tan lejano como las historias de la guerra que contaban nuestros padres.
Conocimos a dos Francos: el que nos contaban los libros como salvador de España y el que veíamos en el cine pescando, y el Franco de las historias calladas de las familias. En mi casa, cuando se hablaba de él, se hacía siempre a media voz, para que la conversación no saliera de la cocina. El Caudillo era entonces un anciano que había iniciado un declive imparable, pero en las casas se mantenía todavía viva la llama del miedo, de ese miedo heredado de los días más crudos de la posguerra, que duró hasta varios años después de su muerte.
Mi padre tenía prohibido hablar de política en la tienda. “Con las cosas de comer no se juega”, decía, y a sus hijos nunca les permitió asistir a campamentos juveniles ni alistarse en la OJE, que estaba de moda en aquellos tiempos. “Si quieres ir de excursión te haces un bocadillo y te subes al cerro a comértelo con los pájaros, pero tú solo”, nos decía.
Para los niños de 1970, o al menos para muchos de nosotros, el Caudillo no tenía nada de héroe, lo veíamos como un personaje remoto, como de otro siglo, un señor mayor al que nos habíamos acostumbrado a ver pescando y cazando en los reportajes del NO-DO y dándole el trofeo al ganador de la Copa del Generalísimo en el palco del Santiago Bernabéu.
El nombre de Franco nos sonaba a guerra lejana y lo asociábamos siempre al hambre feroz que pasaron nuestros padres cuando eran jóvenes; a las lágrimas con luto riguroso de nuestras abuelas, envejecidas prematuramente; a los relatos del estraperlo y del hombre del saco que nos contaban las madres para que nos comiéramos de una vez el maldito plato de lentejas; a la mesa de camilla con brasero donde se juntaba la familia por las noches mientras sonaba la sintonía de Radio Nacional de España; al rincón oscuro del arresto municipal donde encerraban a los borrachos que deambulan por las calles sin oficio ni beneficio; al cuarto de los ratones donde llevaban a los niños que desobedecían al profesor; a la música militar que todos los domingos sonaba por los altavoces del estadio de la Falange antes de los partidos del Almería.
Franco era para nosotros el retrato que presidía la pared principal del despacho del director del colegio, un personaje que tenía que ser muy importante porque estaba a la altura del crucifijo y del venerado cuadro de la Virgen María al que todos los años, por mayo, le llevábamos flores y le cantábamos.
Percibíamos su presencia en los pequeños detalles de nuestra vida cotidiana: en los domingos de cine; en las exhibiciones de los soldados del cuartel que se pasaban la vida desfilando por las calles; en aquellas demostraciones al régimen que todavía, a comienzos de los años setenta, se organizaban en el patio de la Cruz de los Caídos del convento de las Claras.
Franco se nos aparecía en los aburridos sermones de los curas de la Catedral; en la penitencia que nos mandaban cuando tocarse más abajo del ombligo era pecado mortal; entre las manos de las mujeres que todas las tardes rezaban y rezaban el rosario enfundadas en el hábito de San Antonio. “Las cuentas del rosario son escaleras, para subir al cielo las almas buenas”, cantaban entonces.
Franco estaba también en las coplas que sonaban por la radio mientras las madres lavaban la ropa en la pila del patio, y en las canciones que los jóvenes de la OJE iban entonando por las calles cuando iban camino de algún campamento. Lo intuíamos en las banderas y en aquellos pelotones de regulares y legionarios que de vez en cuando venían de Melilla para llenar de vida las tascas y el barrio de las putas.
Franco seguía presente, pero era una presencia tan desgastada como las estampas que heredábamos de nuestros hermanos mayores. Cuando los niños salíamos a la calle a jugar, Franco no existía y lo hacíamos en un estado de libertad absoluta, impulsados por ese soplo de viento que anunciaba que los tiempos estaban cambiando.
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