Fue el célebre doctor Bejarano, inspector de Sanidad del reino y una eminencia en medicina, el que alertó a la sociedad almeriense de las inmensas posibilidades que tenía nuestra ciudad para competir con capitales como Málaga, Alicante, Orán o Argel, que a comienzos del siglo pasado empezaban a atraer a un número importante de turistas extranjeros de gran poder adquisitivo que buscaban en el sur el sol que no tenían en el norte.
En una carta publicada en los periódicos locales, Bejarano indicaba que “la situación geográfica de Almería, la uniforme suavidad de su templado clima y la atmósfera despejada y pura de su limpio horizonte son condiciones excepcionales” para considerar a nuestra provincia como estación sanitaria invernal.
En una de las visitas que hizo a Almería, el reconocido doctor se sorprendió por la belleza de la ciudad y por la temperatura que se disfrutaba en invierno, considerando que nada tenía que envidiar a otros lugares que habían sabido rentabilizar su clima convirtiéndose en destinos de los viajeros. Esa grata sorpresa del inspector de Sanidad chocaba de bruces con la realidad de una provincia marcada entonces por el estigma de la miseria y golpeada por enfermedades que por culpa de la pobreza amenazaban con convertirse en endémicas en nuestro territorio.
Bejarano quiso abrir los ojos de la opinión pública local y especialmente de las autoridades, con un artículo lleno de crudeza donde reflejaba una realidad que era incuestionable en aquel invierno de 1903.
“Es verdaderamente de lamentar el desagradable contraste que forman estos hermosos elementos naturales, envidiados de tantos pueblos que los adquirirían a fuerza de oro si pudieran, con el triste papel que Almería desempeña en las estadísticas demográfico-sanitarias, figurando entre las cuatro capitales de mayor morbilidad y mortalidad del país”, denunciaba el médico.
Esta proliferación de las infecciones que en otras ciudades no tenían tanta incidencia, se debía, según los estudios del señor Bejarano, “a las deficiencias de los servicios de higiene, a la carencia absoluta de alcantarillado y al deficitario abastecimiento de aguas potables”.
No le faltaba razón al galeno. Almería, a comienzos del siglo veinte, era una ciudad envidiable por su clima, sobre todo en los inviernos, donde el sol estaba asegurado, pero un alto porcentaje de su población vivía en condiciones de pobreza que rozaban la miseria en algunos barrios donde las viviendas no disponían ni de pozos negros para recoger los residuos de los vecinos. Qué extraña paradoja, tanta belleza y tanta miseria dándose la mano.
De estas deficiencias de la higiene pública y de la falta de agua corriente se beneficiaban las enfermedades. En noviembre de 1903, cuando el doctor Bejarano elevó está denuncia, Almería estaba sufriendo dos epidemias: una de fiebre tifoidea que atacaba preferentemente a los niños y a los adolescentes y otra de gripe, que cada invierno se agravaba por culpa del hambre y de las pésimas condiciones higiénicas de los más desfavorecidos.
“Almería, que por sus condiciones climatológicas competía en bondades con las ciudades con más fama turística, por abandono de sus hijos, por indolencia de las autoridades, ha venido a quedar reducida a una ciudad infesta, al extremo de que la viruela, la tuberculosis, el tifus y otras enfermedades infecciosas se han hecho endémicas”, se denunciaba en un artículo de prensa.
Las medidas que tomaba el Ayuntamiento eran escasas y a veces se limitaban a exigir a los vecinos que blanquearan con cal las viviendas, mientras que las juntas de sanidad no pasaban más allá de repartir limosnas y ofrecer alimentos a los menesterosos, mientras que la ciudad seguía sin un abastecimiento decente de agua y sin esa red de alcantarillado que mejorara la salud pública.
A estas graves carencias se unía el secular aislamiento de nuestra provincia. Cómo íbamos a aspirar a que vinieran los turistas a pasar el invierno si para llegar a Almería había que embarcarse en una aventura. No teníamos otras rutas que el tren con Madrid, lento como una tortuga, y el mar. Las carreteras eran infames y para llegar desde Granada o desde Málaga en carruaje había que echar una jornada entera de camino, siempre que las condiciones meteorológicas fueran favorables.
La vieja aspiración del doctor Bejarano, que vio en Almería un destino inmejorable para convertirse en estación invernal que atrajera al turismo europeo, fue recogida décadas después por Rodolfo Luissnigg. Desde que en 1922 fue nombrado cónsul de Austria en Almería, intentó promocionar el nombre de la ciudad por los países de Europa. En 1928, un año antes de la celebración de la Exposición Internacional de Barcelona y la Iberoamericana de Sevilla, planteó el proyecto de unir estas dos ciudades a través de la costa mediterránea, desde Sevilla, vía Cádiz, Málaga, Granada, Almería, Murcia, Alicante, Valencia y Barcelona, emulando a la Costa Azul francesa y a la Riviera portuguesa.
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