El cementerio de Almería, un lugar sagrado, presentaba claros signos de degeneración en las últimas décadas del siglo diecinueve. Más que un campo santo, aquel lugar parecía el establo de un cortijo particular del que disfrutaban el capellán allí destinado y el equipo de sepultureros.
En la primavera del año 1888, el periódico ‘La Crónica Meridional’ denunciaba que los terrenos del cementerio de San José se habían convertido en una dehesa donde pastaban los burros a sus anchas y que ya se había hecho famosa en la ciudad una coplilla flamenca que cantaba: “En el cementerio entré, pregunté a tu sepultura y me respondió un borrico: Esta yerba está muy dura”. Con frecuencia aparecían denuncias de ciudadanos, alarmados por esta situación, personas que acudían a honrar a sus muertos y se encontraban con la estampa de los animales comiéndose plácidamente los brotes de hierba que crecían entre las tumbas.
Algo estaba ocurriendo en el cementerio que se le escapaba a la atención de las autoridades. Este abandono del recinto empezó a tomar tintes dramáticos cuando a comienzos del año 1889 una familia visitó el cementerio y con gran sorpresa encontró que el nicho destinado a encerrar el cadáver de un ser querido estaba ocupado por otro cuerpo. Unos días después de este suceso, se repitió el caso con una familia muy conocida en la ciudad, la de los Campra.
Las denuncias constantes de la opinión pública obligaron al Ayuntamiento a tomar cartas en el asunto, nombrando una comisión formada por Francisco Laynez, Federico Benitez y Sixto Espinosa, para que se encargara de investigar las anomalías que se estaban produciendo en el cementerio.
Unos meses después, en el mes de febrero de 1889, se conocieron las averiguaciones que había realizado la comisión, destapando un caso de corrupción que tocaba de lleno a los capellanes del recinto, a los enterradores y hasta al cochero del carro fúnebre.
Los investigadores descubrieron que dentro del cementerio, tal y como habían denunciando algunos vecinos, pastaba una burra, que según las declaraciones de los sepultureros era del capellán, don Francisco González, que había heredado esta costumbre de meter a los animales en el campo santo del anterior cura del recinto, don Antonio Portas, fallecido a finales de 1887. La comisión descubrió también que “los sepultureros, autorizados antiguamente por el padre Portas y tolerado por el actual capellán, hacían algunos chapuces, introduciendo cadáveres por la puerta de la capilla y colocándolos en ciertos nichos, sin autorización del Ayuntamiento, a cambio del dinero de los interesados”.
Para realizar este abuso, los sepultureros extraían de noche los cuerpos de los cadáveres que tenían pagada su propiedad, haciendo desaparecer éstos sin que nadie supiera dónde iban a parar. En las paredes del cementerio se localizaron algunos boquetes por donde se sacaban los escombros de los nichos que se profanaban.
Este caso de corrupción salpicó también al cochero del carro fúnebre, conocido en toda la ciudad por el apodo de Lumbana. Su mujer se ganaba unos cuartos con el negocio que había establecido a medias con los sepultureros, dedicándose a la venta de las ropas y de las alhajas que les quitaban a los cadáveres unas horas después de los entierros. Cuando se marchaban los familiares volvían a abrir la tumba y registraban con detenimiento despojando al finado de toda prenda de valor que pudiera ser vendida después en el mercado negro.
El cementerio de San José, lugar sagrado de los almerienses, pasaba por una época complicada. Ya en 1883, desde los sectores más radicales de la prensa local se venía denunciando el sentido de “feria y folclore” que había tomado la tradicional visita al cementerio los días de los Santos y de difuntos y se pedía su cierre para la multitud, aprovechando un brote de epidemia de difteria que azotaba la ciudad: “Existe la tradicional costumbre de ir en romería al cementerio, convirtiendo aquel lugar de reposo en paseo público, y la agrupación de severos mausoleos en exposición de cintas, flores y luces”, contaba el diario La Crónica Meridional en octubre de 1883. Al año siguiente, cuando el azote de la difteria se había tomado un respiro, fue de nuevo la prensa la que le recordó a las autoridades la necesidad de seguir cerrando el cementerio en los días señalados. “Se ha llegado a profanar el recinto de los muertos, convirtiendo en una muestra de lujo lo que debiera ser sólo prueba de amor, de religiosidad y sentimiento”, explicaba el artículo del periódico, que seguía firme a la hora de denunciar los excesos que a su juicio se venían cometiendo en el campo santo, más propios de una romería que de una acto íntimo y espiritual.
En 1885 se mantuvo la prohibición para el día de los Santos, en esta ocasión por causas tan justificadas como la epidemia de Cólera que había sembrado de muerte y desolación la ciudad y toda la provincia.
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