Al terminar nuestra guerra, mi tío Agustín Giménez, natural de Soria, se hizo guardia civil y fue destinado a Nacimiento. Allí se enamoró de mi tía Encarna Soler. Esa boda con uniforme de un instituto armado protegió probablemente a una parte de nuestra familia, la de los rojos. También nos trajo alguna anécdota inolvidable.
Al terminar la persecución de los maquis a principios de los años 50, mi tío dejó el Cuerpo, guardó su vieja capa de guardia civil de montaña en un altillo de su casa, junto a sus correajes y su pistola, descargada y lejos del alcance de los niños. Más de una vez, en secreto y sin balas, jugamos con ella.
“Muerta de risa está la capa de Guardia Civil, mientras los niños pasan frío”, repetía Encarna, su mujer, hermana melliza de mi madre y vecina nuestra. Vivían en la casa de enfrente. Mi tía tenía también otro latiguillo: “Qué lastimica de tela, con lo buena que es”.
Según he oído contar en más de una ocasión, en el invierno frío de 1951, en el que yo cumplí cuatro años, vino una costurera de la calle Memorias y nos tomó las medidas a mi primo Pepe Giménez Soler (hijo de Encarna y de Agustín) y a mí. “Vais a tener un abrigo mu’ hermoso, como los de los niños mayores”, nos dijeron.
Aquel abrigo, pesado e incombustible, fue admirado en todo el barrio. Más tarde supe que hubo varias excepciones. Y cierta polémica.
“Ese abrigo apesta”
“¿A quién se le ocurre vestir a unos niños con la capa de la Guardia Civil? Si todavía apesta de lejos…”, dijo el padre de Juanico, vecino del carbonero, a quien quiso oírle. Al cruzarse con él por la calle, mi madre le criticó y le afeó ese comentario.
Años después, oí lo que le contaba a mi padre sobre aquel incidente:
“Me acerqué a Juan y se lo dije mu’ clarito: Paece mentira que tú digas esas cosas contra el abrigo de mi niño. Además, lo dices en voz alta, pa’ que te oiga cualquiera del Régimen y te busque las cosquillas. ¿Es que no hemos pasao ya bastante…? ¿Es que no va a acabar nunca esta maldita guerra?”.
Entonces supe que el padre de mi vecino Juanico no era amigo de la Guardia Civil ni de eso que llamaban el Régimen. También supe que no le había gustado mi abrigo. Ni pizca. Según mi madre, el vecino no era mal hombre, pero sí un bocazas y muy imprudente.
Resulta que a mi padre tampoco le gustaba que yo vistiera aquel abrigo verde oliva. Lo recuerdo vagamente porque, al llegar el siguiente invierno almeriense, repetía a menudo:
“Hace un calor insoportable. ¿No te da pena llevar al pobre niño cargando con ese abrigo tan pesao? Quítaselo ya, Isabel”.
Yo me preguntaba: “¿Estará tonto mi padre? Calor, desde luego, no hace. Más bien, frío. ¿Por qué dice que hace calor?” Mi foto con el dichoso abrigo y las anécdotas que me contaron sobre tal batalla han reforzado mis vagos recuerdos de cuando tenía cinco y seis años.
Con cinco años, yo había dado un estirón y mi madre tuvo que sacar los dobladillos de los bajos del abrigo, pues me estaba quedando corto. En cambio, al cumplir los seis años, el dichoso abrigo me apretaba tanto que mi madre no se atrevió a hacerlo sola y llamó a la costurera de la calle Memorias, la autora original de aquella obra tan polémica, para que sacara los dobladillos de los hombros y de la espalda antes de que estallaran las costuras.
Mi padre disimulaba cada día menos. Le había declarado la guerra a esa prenda. Decía que yo parecía un adefesio, ridículo y estrafalario, con ese abrigo de dos colores. Los dobladillos, recién liberados, eran verde oliva apagado, y el resto, verde grisáceo descolorido.
Sin que lo oyera mi madre, mi padre me aclaró más tarde que el color original de la capa había desaparecido de tanto darle el sol en los años de persecución de los maquis por las sierras de Nacimiento, donde estuvo destinado el tío Agustín después de la guerra. Los dos hermanos de mi madre, José y Mariano, estaban entonces presos en la cárcel de Gérgal, el pueblo de al lado. Por socialistas. Mi tía Encarna hacía una comida en su casa de Nacimiento para su marido guardia civil y otra que llevaba andando, rambla arriba, para sus hermanos rojos.
Aunque ya no estaba en la Guardia Civil, mi tío Agustín seguía llamando bandoleros, forajidos, terroristas y otras palabras que nunca entendí bien a quienes lucharon contra él, más allá del Monte Negro y de Sierra Nevada donde nace el río Nacimiento. Esa guerra de guerrillas duró muchos años, incluso después de haber nacido yo. Me parece que pelearon hasta los años 50.
En cambio, cuando mis padres creían estar solos, no les llamaban bandoleros sino maquis, milicianos o guerrilleros que se habían echado al monte para luchar contra los fascistas que había ganado la guerra civil. Mi tía Encarna disculpaba a su marido: “Mi Agustín se cree que seguimos en guerra”.
Bandoleros para unos, guerrilleros para otros
Se creían los mayores que los niños estábamos sordos o que éramos tontos de remate. Como si temieran ser descubiertos, todos disimulaban al hablar de la guerra. Se expresaban casi por señas. Un día los oí con más claridad. Mi padre hablaba de los parientes y amigos que se echaron al monte “para salvar el pellejo, engañados por los comunistas que les dijeron que, tras la derrota de Hitler y Mussolini, el final de Franco estaba al caer”. Fue mucho más claro: “Tu primo José disparaba desde un lado y tu cuñado Agustín desde el otro. Ambos se podían haber matado en cualquier escaramuza”.
Mi madre dominaba la llamada al silencio con su “chisss” medio silbado:
“Calla, José, calla. No me des más tormento. Por lo que más quieras, no hables así de los maquis ni de mi primo. Y menos delante de los niños. Por lo menos, atranca bien la puerta del patinillo, que las paredes oyen”.
Entonces comprendí también por qué mi tío Agustín, estibador del puerto de Almería y guardia municipal, decía siempre, aunque nunca ante extraños, que “prefería un millón de veces descargar sacos de cemento de los motoveleros que volver al monte vestido de guardia civil”.
Su cambio de empleo, al terminar la guerrilla de los maquis, permitió, además, que yo no pasara frío durante dos inviernos seguidos. Llevaba el abrigo verde descolorido a todas partes. Incluso dentro de mi casa donde, a pesar del brasero, hacía un frío que pelaba. También, humedad. Mi madre solía decir que, en Almería, con esos techos tan altos contra el calor del verano, hacía más frío dentro de las casas que en la calle. Por eso, me decía:
“Anda, niño, abrígate bien, abróchate el abrigo, que vamo’ a entrar en casa”.
Y mi padre se partía de la risa. En verdad, mi padre se reía mucho con las cosas de mi madre. Era graciosa. Miedosa, sí, pero graciosa también.
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