Una tarde del mes de diciembre de 1946, a esas horas en las que una nube de humo de tabaco y de vaho envolvía en una capa de niebla el gran salón del Café Colón, tres hombres con abrigos negros, cubiertos desde el cuello hasta los tobillos, penetraron en la sala como si fueran a conquistarla. Uno de ellos, con voz firme y apariencia castrense, se colocó en la tarima que servía de escenario a las orquestas y se dirigió a los clientes pidiendo que todo el mundo se pusiera de pie, en posición de firme y con el brazo en alto, que había que saludar al nuevo Gobernador civil que acababa de tomar posesión en Almería y en las tablas del mítico café del Paseo.
Esta anécdota la he escuchado cientos de veces en mi casa. La contaban mis tías y también mi madre y como testigo directo, mi tío Julio Ramírez, que durante años formó parte de la plantilla de camareros del Colón. El brazo en alto era el saludo nacional sindicalista, “símbolo de paz y amor frente al puño cerrado, símbolo de rencor y barbarie”, según rezaba en la propaganda falangista que ocupó la primera página de todos los diarios el uno de abril de 1939, recién terminada la guerra.
¡Almerienses, saludad brazo en alto!, se podía leer en un cartel que colocaron en la tapia de la fachada de la Rambla de los talleres de Oliveros. Había que saludar con el rito nacional, firmes y con el brazo en alto cada vez que apareciera en escena la bandera, el himno de la patria, el del Movimiento o el nombre del Caudillo.
En unos meses en Almería se pasó de cantar la Internacional antes de las películas en el cine Katiuska a entonar el ‘Cara al sol’, que fue el himno cantado de aquellos tiempos cada vez que se abrían las cortinas de la pantalla. Las tablas del viejo Salón Hesperia crujían al unísono cuando el público se ponía en pie, alzaba el brazo con la mano al frente y saludaba con energía, asumiendo aquel rito como una obligación ineludible que había que cumplir “con alegría y disciplina”, tal y como marcaban las normas.
El saludo nacional estaba presente en la vida cotidiana de la ciudad y se llegaron a imponer multas por no guardarle el debido respeto. Cuando en las radios de los cafés del Paseo sonaba el himno a la hora del Parte de Radio Nacional, no solo se levantaban los clientes con el gesto del brazo en alto, sino que si en esos momentos alguien paseaba por la puerta y escuchaba la marcha, estaba obligado a detenerse en señal de respeto. Si alguno de los limpiabotas de las puertas de los cafés estaba atendiendo a un cliente, tenía que parar su trabajo, ponerse firme y saludar.
Eran los primeros años de la posguerra y la propaganda falangista se imponía en todos los escenarios, hasta en el deporte. Cada vez que se celebraban partidos locales de fútbol y baloncesto, antes de empezar los equipos se colocaban en el centro del campo, formando como si estuvieran en un campamento militar, y echaban el brazo arriba en medio de un silencio conmovedor. Hasta el público y hasta el vendedor de los garbanzos tostados, tenía que cumplir en el ritual si no quería correr el riesgo de ser expulsado del recinto o de sufrir una multa.
Del saludo tampoco se libraban los niños. La formación del espíritu nacional empezaba en los colegios, cuando antes de entrar a clase alumnos y profesores formaban en actitud militar y entonaban a coro el ‘Cara al sol’. Los niños internos en los hogares de la ciudad, que eran escuelas y a la vez centros de acogida, se tenían que saber la letra de los himnos de memoria como si fuera el Padre Nuestro y cada vez que llegaba al colegio una visita importante de alguna autoridad falangista o el mismo Obispo, tenían que saludar con el brazo en alto y cantar aquello de la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer.
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