Había terminado la guerra, pero las heridas no estaban cerradas. Había miedo, incertidumbre, miseria, hambre y otra batalla abierta ante la que estábamos desarmados: la tuberculosis.
En abril de 1939, cuando todavía sonaban los ecos de las trompetas de los ganadores, Almería sufría las consecuencias mortales de la maldita enfermedad del pecho que se llevaba por igual a niños y a viejos. La tuberculosis azotaba con tanta fuerza que en aquella primavera se puso en marcha un primer proyecto para construir un sanatorio antituberculoso, que tanta falta hacía en la ciudad. Personajes importantes en la sociedad almeriense de la época como los empresarios José Benítez Blanes, Isidoro Vertiz y Juan Núñez Ortega, abrieron una suscripción de donativos con la cantidad de doscientas cincuenta pesetas cada uno, que entonces era un capital, para adquirir camas con destino al futuro sanatorio.
No teníamos recursos para combatir la tuberculosis, pero contábamos con la experiencia de un médico, el doctor Carlos Palanca, que había dirigido el sanatorio antituberculoso de León y estaba considerado una eminencia en la materia. En su consulta, en el número 13 de la calle Álvarez de Castro, se formaban colas de pacientes que acudían para que les pusieran la pantalla con los rayos X.
Se luchaba contra el hambre, se luchaba contra el tracoma, se luchaba contra la tisis y también para erradicar los brotes de tifus exantemático que se cebaban con los barrios más pobres. En diciembre de 1941 el Ministerio de la Gobernación envió quinientas mil pesetas para atender los gastos de la campaña contra el tifus.
Pero el gran caballo de batalla seguía siendo la enfermedad del pecho. Para intentar frenarla no se disponían de más recursos que las medidas higiénicas. Se hablaba entonces de la importancia de respirar aire puro, de tomar el sol y de estar bien alimentado, lo que revalorizó a un pueblo de la provincia, Felix, que se convirtió en un sanatorio improvisado donde muchas familias llevaban a sus allegados para que se curaran de la enfermedad en las alturas.
Mientras, en la ciudad, las autoridades seguían gestando el proyecto de poner en marcha un sanatorio antituberculoso destinado especialmente a la población infantil. En 1943 se aceptó la propuesta de la familia Batlles, que cedió su chalet frente a la estación del ferrocarril para utilizarlo como preventorio. Tras casi un año de obras para adaptarlo a las nuevas necesidades del edificio, en noviembre de 1944 el sanatorio situado entre la Plaza de Ivo Bosch y la Carretera de Monserrat ya estaba terminado. Fue el propio Gobernador civil, Manuel García del Olmo, el que se encargó de acelerar las obras, alarmado por la intensidad de la tuberculosis en Almería y por la miseria en la que vivían gran parte de los niños que no podían ser atendidos en sus casas. El primer domingo de diciembre, las puertas del preventorio se abrieron a todos los almerienses para que pudieran visitarlo.
La puesta en marcha del preventorio en el chalet de los Batlles tuvo desde el primer momento carácter provisional. Mientras se estaban realizando los trabajos de adaptación de la finca, las autoridades seguían buscando otro edificio para adquirirlo en propiedad, en el que poder levantar un sanatorio estable que pudiera perpetuarse mientras la enfermedad siguiera golpeando con fuerza.
Uno de los escenarios preferidos era la finca de los Fischer, en el cerro de las cruces, cuyos propietarios habían abandonado la ciudad en los años de la guerra y decidieron ponerla en venta. Era el lugar perfecto. Estaba cerca del centro de la ciudad pero lo suficientemente aislado para instalar el sanatorio; por su privilegiada situación encima de un cerro, contaba con aire puro, con sol en abundancia y con la brisa permanente que ascendía desde el mar, que también tenía propiedades curativas.
Tras unas gestiones rápidas, el miércoles siete de junio de 1944 la Jefatura Provincial del Movimiento efectuó la compra de la finca llamada ‘Villa Cecilia’ propiedad de los señores Fischer, con el fin de convertirla en ese gran sanatorio antituberculoso que necesitaba la ciudad con urgencia. Un mes después, el sábado uno de julio, el propio Gobernador civil tomó posesión de la finca colocando las banderas nacional y del Movimiento en la torreta más alta del edificio.
Faltaba ultimar algunos trámites para empezar a ejecutar el proyecto, hasta que por fin, el once de diciembre de 1944, el Ministro de la Gobernación aprobó la construcción de un sanatorio con capacidad para doscientas cincuenta camas. Seis meses después, comenzaron las obras con la intención de distribuir las dependencias en seis plantas, lo que significaba una inversión millonaria que nunca llegó a realizarse. Pronto se detuvieron los trabajos y el ansiado proyecto se quedó varado.
El cortijo de Fischer, que había sido rebautizado con el nombre de finca de Santa Isabel, se quedó vacío de nuevo, a la espera de que dos años después, otro Gobernador civil, Manuel Urbina Carrera, tomara la decisión de que los planos del sanatorio fueran enterrados para siempre, convirtiendo aquella hermosa finca en el cortijo del Gobernador.
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