Los bailes caseros necesitaban una habitación, que habitualmente era la más grande de la casa, de la que se apartaba la mesa central que era la que más espacio ocupaba y se ordenada para que todo estuviera en su sitio: en el centro la pista de baile, en un rincón la mesa con las bebidas y los frutos secos y el tocadiscos, al que todo el mundo veneraba.
En aquellos bailes era tan importante el que ponía la casa como el dueño del tocadiscos, por lo que ambos se convertían en los reyes del negocio. El propietario del tocadiscos solía ser a menudo el que también llevaba los vinilos, y los llevaba perfectamente estructurados, sabiendo lo que había que poner en cada momento. También solía ser común que el dueño del aparato y de los discos llevara el peso de la velada a la hora de pincharlos y que todo el mundo bailara a su gusto. Tener un tocadiscos, a comienzos de los años sesenta, te colocaba en un estatus superior, como si tuvieras entre las manos el bastón de mando del guateque.
Cómo disfrutaban los capos de los tocadiscos sorprendiendo a la concurrencia con alguno de los últimos éxitos que acababan de salir al mercado. “Esto, en Almería, no lo tengo nada más que yo. Me lo ha traído un amigo de Madrid”, eran frases repetidas en aquellos tiempos antes de que sonara la primicia.
La habitación del baile se adornaba convenientemente con guirnaldas, con serpentinas y alrededor, pegada a las paredes, se colocaba una fila de sillas, que era tan necesaria como los otros elementos porque a los guateques no se iba solo a bailar. Entre la fauna heterodoxa de aquellas fiestas caseras tenían su sitio reservado los que no bailaban casi nunca y las que no bailaban jamás. Eran carne de asiento y se pasaban la tarde mirando y esperando a que se produjera un milagro y alguien los invitara a salir. Cuánto se hacían de rogar ellas, las que no bailaban, cuántas excusas tenían que poner para seguir sentadas y no incorporarse a la fiesta.
Los muchachos que no salían a bailar tenían un diagnóstico claro: la timidez. Uno no bailaba por inseguridad, porque se sentía torpe, por ese miedo ridículo al ridículo. La suya era una felicidad limitada en la fiesta. Miraban con envidia a los otros chicos, a los atrevidos, a los que sabían los pasos de cada ritmo antes de que se pusieran de moda, los que tenían en sus manos las llaves de las puertas del ligue en aquellas cálidas sesiones de pasiones contenidas.
Los inquilinos de las sillas tenían pocas esperanzas en los guateques, a no ser que algún amigo los convenciera o que un par de cubalibres obraran el milagro de levantarlos del asiento. Allí estaban ellos, anclados, como formando parte del paisaje, con las pupilas agotadas de tanto mirar, repitiendo siempre la misma excusa si alguien le preguntaba por qué no salía a la pista.
Entre los tímidos, entre el pelotón de los parados, siempre había uno que encontraba la salida más airosa en aquella difícil situación, era el que conseguía colocarse como pinchador de discos. Ya tenía la excusa perfecta para no salir a la pista; el puesto no solo le permitía estar rebajado de baile, sino que lo colocaba en una buena posición para entrar en contacto con las muchachas sin necesidad de mostrarle a nadie su condición de bailarín analfabeto.
Siempre había alguna adolescente que se pegaba al tocadiscos para pedirle al disc-jockey que le pusiera su canción favorita. Se decía entonces que los que cogían las riendas de la música ligaba más que los bailarines más aventajados y con el mínimo esfuerzo, pero la realidad venía a contarnos que los triunfadores eternos eran casi siempre los ‘Elvis’ de barrio, los más valientes, los que movían el cuerpo con destreza y no se ponían colorados cuando sonaban las lentas y llegaba la hora de sacar a alguien a bailar.
Sí, el momento supremo de los bailes caseros siempre llegaba con Adamo, con Raphael o con alguna de aquellas baladas extranjeras que sonaban en los discos dedicados. “Mis manos en tu cintura, pero mírame con dulzor”, sonaba en medio de una sala a media luz donde el inocente roce de dos labios era una declaración de amor.
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