Al maestro Blanes las manos le huelen todavía a pólvora. Hace más de veinte años que dejó de fabricar cohetes, pero ese perfume a fuego se le quedó grabado de por vida. Cuando escucha el sonido de los fuegos artificiales se revoluciona y vuelve atrás, a cuando era un niño y recorría con su familia los caminos de la provincia para alegrar las fiestas con los nuevos adelantos de la pirotecnia.
El maestro acaba de cumplir noventa y cuatro años, pero no da señales de estar cansado ni de bajarle los brazos a la vida. Sale a la calle todos los días con una vitalidad contagiosa. Encontrarte con él te anima, te levanta el ánimo, te invita a seguir su camino. Si alguien le pregunta dónde está el secreto para conservar ese buen humor y esa salud casi perfecta, él te habla de la vida ordenada y de la pasión por vivir. “Tengo la misma ilusión de siempre”, me dice. “No tomo medicinas y como de todo, hasta un vaso de vino en el almuerzo”, asegura.
Con muchos como él los médicos tendrían que cambiar de oficio. Camina como si acabara de inaugurar la juventud y siempre lleva una sonrisa a mano para compartirla con los amigos. Su último proyecto, un almuerzo discreto con su familia en el Bahía de Palma para celebrar los noventa y cuatro que acaba de cumplir.
Su presencia no solo anima sino que es el reloj del barrio. Todas las mañanas, a la misma hora, sale de su casa en la Plaza Careaga perfectamente uniformado con su chaqueta y su corbata. Es una forma de celebrar la vida, de darle gracias a Dios, porque él es muy creyente, de seguir gozando de tanta salud. Aunque ha trabajado toda su vida, mucho más allá de los años que le correspondían, nunca ha sabido lo que era la ansiedad ni ha padecido de estrés. “He trabajo desde que era un niño, pero haciendo lo que más me gustaba”, explica con orgullo.
Sus primeros pasos
Era todavía un niño cuando al terminar la guerra empezó a acompañar a su padre por los pueblos de la comarca para montar los castillos de fuegos artificiales. Eran años de necesidad y a veces tenía que abandonar la escuela durante días para echarse a los caminos buscando las fiestas de pueblos y aldeas.
Fue aprendiendo el oficio sin darse cuenta, como una vocación silenciosa que ya traía desde la cuna. Su abuelo paterno, Tomás Blanes Herrada, llegó a ser el pirotécnico del Valle del Andarax desde la última década del siglo diecinueve. Él fue quien le transmitió todos los secretos de la profesión a sus sucesores, creando una saga de coheteros.
Tanto en sus comienzos como en la época de su abuelo y de su padre, la presencia del cohetero era la primera señal de que un pueblo estaba en fiestas. Antes de que llegaran las atracciones aparecía el técnico de la pólvora que era idolatrado por la chiquillería. Los pirotécnicos guardaban el secreto de convertir un poco de pólvora en un juego de fantasía y su presencia garantizaba el éxito de las fiestas. José Antonio Blanes recuerda la dureza de una profesión donde todo había que hacerlo a mano, cuando la pólvora había que fabricarla en un mortero y había que ir creando las mechas y los cartuchos para las detonaciones de forma artesana. Se necesitaban horas e incluso días para preparar y montar un castillo.
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