La llegada de la República trajo cambios inmediatos. Un viento nuevo y diferente corría por las calles y por el ánimo de muchos almerienses que estaban convencidos de que el nuevo régimen iba a traer grandes mejoras.
Dos meses después de la proclamación del nuevo Estado, Almería recibió un regalo inesperado por parte del Gobierno, que declaró la Alcazaba ‘Monumento Histórico Artístico’, o lo que es lo mismo, la incluía en la lista de bienes culturales en los que iba a invertir el ministerio de Cultura de manera inmediata.
La decisión de las autoridades no obedecía a ningún capricho, el monumento más importante de la ciudad, el que mejor contaba nuestra historia, presentaba un aspecto lamentable, rozando en algunas zonas el estado de ruina.
Un solar
La Alcazaba había sido un solar más de la ciudad y durante años una dependencia más del ejército. En diciembre de 1910, el tercer recinto parecía la plaza de un pueblo debido a los cambios que se habían ido ejecutando, gracias a la iniciativa del teniente del cuerpo de Ingenieros don José Acosta Tovar, que fue el encargado de convertir el tercer recinto en una sucursal del cuartel. Se habilitó una plazoleta de observación en la que se plantaron árboles y se niveló el suelo. En uno de los torreones se habilitó un despacho de oficinas, una sala de acumuladores, una cocina y dormitorios altos y bajos. La torre de la Pólvora, una de las que mejor se habían conservado, se convirtió en despacho para el jefe de la estación, que mandó que en la puerta se colocara una vistosa cancela de cristales y a lo largo de su recinto, elegantes balconcillos desde donde se podía disfrutar de unas impresionantes vistas de la ciudad y de la bahía. Sobre la torre del Homenaje se colocó una firme y ligera torre de acero de cien metros de altura para la elevación de la antena allí ubicada, que finalmente quedó a 248 metros sobre el nivel del mar.
La República quiso actuar sobre el monumento, adecentarlo de inmediato para abrirlo a la sociedad y acercarlo a los ciudadanos, que vivían de espalda a sus murallas. Esas primeras actuaciones trajeron una nueva vida a sus recintos y se pusieron de moda las visitas escolares que organizaban los colegios.
La ciudad vivía en aquellos tiempos días de eclosión cultural. En las escuelas se organizaban grupos de teatro, se daban conferencias frecuentemente y se puso en marcha un ambicioso proyecto de cantinas escolares para ayudar a los más desfavorecidos.
Uno de los grandes acontecimientos sociales de 1931 fue el regreso a Almería del poeta Francisco Villaespesa, tras once años en América. Fue una noticia inesperada que empezó a gestarse cuando los periódicos del 12 de agosto de 1931 se hacían eco del discurso de Alejandro Lerroux en su toma de posesión de la presidencia del Círculo de Bellas Artes de Madrid. El señor Lerroux tuvo palabras emotivas para el poeta almeriense e informó que una de sus primeras decisiones en su nuevo cargo había sido “acudir en socorro de un insigne poeta, gloria de las letras españolas, Francisco Villaespesa, que en Río de Janeiro se encuentra abandonado de todos, y lo que es peor, bajo el peso de una triste enfermedad”.
Unos días después, el 18 de agosto, Villaespesa arribó al puerto de Almería en el vapor ‘Argentina’. Venía acompañado del cónsul general de España en Río de Janeiro y de su hija Elisa, que se había subido al barco en el puerto de Cádiz.
La ciudad se volcó con el poeta y las fuerzas vivas de las letras almerienses le ofrecieron un sentido homenaje en los salones de la Venta de Eritaña, donde Villaespesa habló con el corazón y puso de manifiesto el cariño inmenso que sentía por su tierra, acentuado más aún en sus largos años en América.
Aquellos primeros tiempos del nuevo Gobierno republicano fueron también convulsos, sobre todo por el choque constante entre los poderes políticos, la sociedad y la Iglesia. El ambiente anticlerical era constante, promovido por los sectores más radicales de la izquierda. El cuatro de junio se tuvo que suspender la tradicional procesión del Corpus, uno de los actos más multitudinarios que se celebraban en las calles de Almería, debido a la alta tensión social de aquellos días. A primera hora de la mañana, el señor Company Jiménez, alcalde accidental de la ciudad en ausencia de don Miguel Granados Ruiz, que se encontraba de viaje, acudió al Palacio del Obispo para pedirle que se suspendiera la procesión que había sido programada para las seis y media de esa misma tarde, advirtiéndole que los ánimos estaban caldeados y que tenía noticias de que un grupo de obreros tenía previsto boicotear el acto religioso.
Para ahondar más en la herida, en el mes de agosto, el ayuntamiento prohibió la procesión de la Virgen del Mar en la Feria, teniendo que limitarse la ceremonia al interior del templo. Fue el año en el que la Patrona recibió un mayor número de visitas y también de obsequios. Una devota almeriense que residía en Orán, la señora Francisca Clemente Soler, envió para la Virgen un manto de seda azul bordado por su propia hija Teresa.
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