Qué fue de aquellos muchachos de La Salle del 57

Llegaron a esas clases de crucifijos y sotanas con el corazón lleno de sueños por cumplir

La orla de la promoción de bachiller de 1957 del colegio de La Salle.
La orla de la promoción de bachiller de 1957 del colegio de La Salle.
Manuel León
21:58 • 12 feb. 2022

Conforme se iba acercando el final de curso se les iba acelerando el corazón a aquellos infantes almerienses aún a medio hervir. No sabían aún lo que les iba a deparar la vida cuando abandonaran aquel pequeño universo junto al Malecón de Los Mártires que fue para ellos el Colegio de La Salle. Atrás iba a quedar para ellos el recuerdo del primer día, cuando entraron en un aula con olor a regaliz y plastilina, cuando oyeron decir por primera vez sus apellidos a un fraile de larga sotana y babero lechero, cuando tenían que formar cada día en el patio para cantar Montañas Nevadas.



Pronto fueron aprendiendo a conocerse, a escamotear castigos, a endurecerse por dentro y por fuera entre esos pupitres, huérfanos por unas horas del calor del hogar. Fue la promoción que inició el bachiller en 1957 y acabó Preu en 1964. Y entre medias, los años en los que forjaron el carácter que les acompañaría toda su vida.



Aprendieron a vestir con corbata y con esos pantalones bombachos de cheviot que tanto picaban; aprendieron a practicar deportes desconocidos para ellos como el frontón o el baloncesto; aprendieron a desfilar con la centuria y a hacer teatro y a cantar con la tuna; aprendieron a poner motes a los profesores: el pollo, el Trabuco, el Hermano Perrilla, el Tonetti y a callar cuando preguntaron quién había robado la campana del colegio que apareció en el puerto. “Antes muerto que chivato, era su consigna”, como aquel poema de Whitman ¡Oh Capitán, mi capitán!



La comunidad estaba compuesta entonces  por el Hermano director (Ramón Cea) y otros hermanos como Fernando, Leoncio, Fernando, José, Serafín, Rafael, Sebastián, Pelayo, Amado, Rufino, entre otros, y por algunos profesores laicos como Francisco Guil, Félix Merino, Antonio Manzano y Juan Fortes, que llevaba la tuna, y el Hermano Prefecto, Carlos, que dirigía a los internos, que eran 135. Los externos compadecían a esos muchachos que llegaban de la libertad de los pueblos a estabularse con sus maletas de mudas cosidas con su nombre, mocetones del Almanzora o de Los Filabres como los hermanos Martínez Justo (hoy Cosentinos) que permanecían meses sin poder volver al claustro materno, pernoctando en un pabellón casi castrense de camas de hierro y almorzando lentejas o garbanzos como rancho. La Salle, para esos colegiales enclaustrados, fue como un anticipo de la Mili que estaba por venir.



Transcurrían los días del florido pensil para aquellos escolares, que ahora rondan los 75 años, entre las páginas del catecismo de Ripalda y los partidos en el Campo del Gas contra los alumnos del Instituto donde jugaba un temible Juan Rojas, entre las visitas del obispo Ródenas a quien había que bersarle el anillo, entre el laboratorio de hierbas y fósiles del sabio Hermano Rufino. No había niñas entonces -por si se pecaba- tenían que conformarse con verlas desde las ventana caminar por el puente de hierro con sus uniformes de faldas tableadas hacia la Compañía de María.



Era una vida en la que tenían que ser felices porque eran jóvenes y querían comerse el mundo, aunque sus noches y sus días estuviesen impregnados del concepto de pecado, de purgatorio, de infierno. Los viernes era el día de las confesiones y varias veces en el curso hacían ejercicios espirituales en Aguadulce. Y les tocó vivir la conmemoración de los 25 años de Paz con un festival de coros y danzas y de juegos deportivos en la Plaza de Toros y en el Estadio de la Falange. Había misas cantadas por el reverendo Carlos Fernández Revuelta, comuniones, confirmaciones, hora de rezos, la adoración nocturna, domingos de Ramos y un largo etcétera de misticismo.



Pero siempre encontraban un resquicio gamberro para escabullirse de ese denso ambiente de fervor religioso cuando iban al bar Kito a jugar al futbolín; cuando hacían bromas por el patio silbando El Puente sobre el río Kway; cuando iban al cine Liszt algunos de los internos y al volver tarde saltaban por la tapia de Altamira para escapar del control del mítico Pepe, el portero del centro; cuando inventaban guiones embrollados de teatro como el ‘Detective Mantecón’ que publicaban en la revista Auras; cuando compartían las caladas de un Viceroy, junto al limonero; cuando echaban un rato con empleados del colegio como Matías y su isocarro, con Carrasco o con Diego de Haro en la carpintería. 



De los más de 200 alumnos que principiaron en esa promoción de tarsicios, solo llegaron 15 al Preu: Pedro Pérez de los Cobos, hijo de Leandro quien fuera director de Instituto de Colonización, que se hizo ingeniero agrónomo como su progenitor; Antonio Magaña Soler, de Doña María, que soñaba con ser ingeniero; Guillermo Moya, que vivía en la Rambla Alfareros y cuya vida ha estado vinculada al ejército; Diego Cano López, de Antas, su padre tenía un hostal, hizo Económicas y terminó trabajando para la Confederación de Cajas de Ahorro; José Barrasa, sevillano de pura cepa, aspiraba a ser abogado; José Antonio Martínez Soler, el periodista pionero de los telediarios matutinos, entonces quería ser arquitecto; José Luis Navarro Estevan, hermano del magistrado Joaquín Navarro, fue letrado de la Diputación; Francisco Martínez Amo, médico como su padre y decano del Colegio; Federico Soria Bonilla, abogado; Luis Miguel Abajo, tenía vocación por la química; Alejandro Ramos Ruiz; Miguel Cortés, soñaba con estudiar medicina; Juan Antonio García Mañas, de Alhucemas; Celso Ortiz, su vocación era el teatro y se hizo abogado, concejal y delegado de Cultura; y José Rivera, uno de los grandes futbolistas del equipo.


Medio siglo después se citaron en ese mismo caserón verde diseñado por Langle a levantar acta de los sueños juveniles cumplidos y los no cumplidos, con más arrugas y con menos pelo, algunos se reconocieron solo por la mirada, que es lo que siempre subyace.



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